En una ocasión, ya en sus años de exilio, el periodista Solomon Volkov preguntó a Joseph Brodsky sobre la esencia de San Petersburgo. El poeta ruso le habló del enigma de la belleza y de cómo el misterio influye sobre el alma. Le habló del pasado como un estrato más profundo sobre el que se asienta el presente y que, a su vez, se refleja en las piedras, en los edificios y en los bulevares... Se refirió también al esnobismo como una especie de requisito de la cultura universal: "Yo creo „sostuvo„ que el esnob genuino sólo puede proceder de la provincia y no lo digo en un sentido peyorativo. Al contrario, el esnobismo es una formulación de la desesperanza. Casi por definición, alguien que llega de la provincia muestra un mayor apetito de cultura que otro que haya crecido en medio de su abundancia. Por eso, el esnob termina contemplándola desde el otro lado, como quien excava un túnel y desemboca en el extremo opuesto." Al decir estas palabras, Brodsky pensaba en la literatura „o en el arte„ como un diálogo con el misterio de la diferencia: la textura del pasado, por ejemplo; la sólida belleza de los relatos; la ambigüedad humana€ De hecho, la cultura no llega por mímesis „no sólo a través de ella„, sino que crece en un ámbito que, de entrada, no le es propio. En este sentido, la herencia de Europa reivindicaría la necesidad de doblegar la rigidez de los lugares comunes y acoger la asombrosa pluralidad „no desprovista de cicatrices„ de la Historia.

El genio de Brodsky tuvo siempre algo de provocador. Tras pasar unos años recluido en un sanatorio mental „el régimen de Khrushchev lo había declarado "parásito social"„ y después de la expulsión decretada por Brezhnev, a Brodsky le esperaban sus cuarteles de invierno en Venecia y Nueva York, además del premio Nobel de Literatura. Al igual que Nabokov, escribió su obra en dos lenguas: inglés y ruso. También como Nabokov fue un profesor de universidad duro y exigente, a quien los estudiantes reverenciaban. Admiraba a Eliot y a Frost, a Auden y a Ajmátova, a Mandelstam y a Milosz, cuyos nombres constituyen la columna central de la poesía del siglo XX. Creía que el arte consiste en una forma de oración que "se dirige directamente al oído del Todopoderoso". A sus alumnos americanos les pedía que recitaran de memoria largas composiciones en verso y que leyeran de un modo sistemático a los clásicos. Era la llamada "lista de Brodksy", que sólo ahora hemos conocido íntegra gracias a la generosidad de Cynthia L. Haven, y que reúne a casi un centenar de autores: Simone Weil y los profetas del Antiguo Testamento, Shakespeare y Cervantes, Lutero y Calvino; Montaigne, Dante, Plinio el Joven y Boecio; las Florecillas de san Francisco y las Confesiones de san Agustín; Catulo, Suetonio y Ovidio; Homero, Marco Aurelio, Herodoto, Sófocles y Lucrecio; Spinoza, Stendhal, Swift y Kant. Y así un largo etcétera.

Para la sensibilidad posmoderna, la lista de Brodsky puede parecer el canto del cisne de una cultura ya irrelevante. Sin embargo, igual que el esnob excava con esfuerzo un túnel para asomarse al misterio de la belleza, Brodsky apelaba a la dificultad perenne de las grandes obras del pasado como criterio fundacional del Humanismo europeo. Hay que suponer que cada época determina cuáles son sus ideales. Ganar exige también perder. Y de este modo, el pasado, incluso el más cercano, se sumerge lentamente en las sombras de lo que ya nos resulta extraño, fecundo y misterioso.