La cancelación de la doctrina Parot, que ha obligado a dejar en libertad a presos con una dilatada estancia en prisión, ha puesto de relieve que la reinserción de los delincuentes comunes más conspicuos y con más largo historial es en muchos casos una verdadera entelequia. En el caso de los terroristas, esta argumentación no es aplicable ya que sus delitos no son la consecuencia de una inclinación patológica o de un déficit socioeconómico, por lo que la idea de reinserción tiene un sentido distinto.

Con la salida generalizada de presos que se ha producido a raíz de la sentencia de Estrasburgo, nos hemos enterado de que la mayoría de los reincidentes que mayor condena habían acumulado no han dado muestras de arrepentimiento ni el tratamiento penitenciario ha conseguido su rehabilitación.

El espectáculo de estas docenas de criminales inadaptados deambulando por el país, vigilados desde lejos por la policía, es patético e inquietante. La prensa relata, por ejemplo, las andanzas de Ricart, el asesino de las niñas de Alcásser, tras su salida de la cárcel de Herrera de La Mancha el 29 de noviembre. Este sujeto, totalmente solo, ha viajado de Andalucía a Cataluña, sin rumbo conocido, bajo el escrutinio de las fuerzas de seguridad, sin el menor horizonte vital, sin la menor posibilidad de salir airoso de la prueba insólita de su propia libertad. No sólo no se ha reinsertado, según reconocen fuentes de instituciones penitenciarias, sino que la sociedad no le ha preparado ninguna acogida que le permita intentar siquiera emprender una vida relativamente normal. Resulta difícil de entender que la beneficencia pública o privada -las ONGs- no haya previsto algún arropamiento para las personas que se encuentran en esta delicada tesitura.

La Constitución es, sin embargo, tajante: "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados". De este precepto, parece desprenderse que el Estado debería tener cierta responsabilidad sobre el destino final del delincuente. De modo que su abandono en la vía pública, sabiendo de su incapacidad para ponerse en pie, sería una violación del espíritu constitucional.

Ya se sabe que hay casos de criminales que no se reinsertan. Ciertos delincuentes sexuales, por ejemplo. Y estos casos requieren un tratamiento especial, que podría ir desde el tratamiento médico „lo que se ha llamado brutalmente castración química„ hasta la pena flexible de privación de libertad que sólo se extinguiría cuando se pudiera certificar clínicamente el control de su agresividad.

La doctrina Parot nos evitó tener que enfrentarnos por un tiempo a estos problemas, ciertamente ingratos pero perentorios, y que ahora ya no podemos declinar. Nuestro sistema penitenciario, con 69.000 presos y con problemas de superpoblación (pese a haberse reducido en un 15% en el último quinquenio), no resuelve las reinserciones más difíciles. Ni existe una fórmula de acogida final que ofrezca un desenlace a los casos extremos que suscitan este comentario. Quizá fuera preciso auspiciar una red de auxilio multidisciplinar que abordase el problema en su integridad. Lo que no es sostenible, ni digno, ni humano es que asistamos al deambular de estos despojos humanos como si se tratara de un macabro espectáculo.