Aunque sus cuentas corrientes no lo sean en absoluto, queda todavía en España gente corriente como Sandra Ortega, que pasa por ser la tercera fortuna del país y la mujer más rica de entre todas las españolas, si dividimos el hit-parade de multimillonarios por razón de sexo.

No es muy normal, desde luego, que una destacada estrella del ranking de Forbes se comporte en su vida diaria como una persona del común que lleva a los niños a un colegio público, participa de manera muy activa en las asociaciones de padres y va a la compra en un coche de marca inevitablemente corrientita. Menos aún si se trata de la segunda accionista del emporio textil Zara.

Ortega ha heredado imparcialmente de su madre, Rosalía Mera, el título de mujer más adinerada de España y, a la vez, un (buen) gusto por la discreción que la lleva a huir de los fotógrafos como del mismísimo diablo. Casada desde hace treinta años con un antiguo compañero de instituto -público, por supuesto-, sigue viviendo en los alrededores de la ciudad de provincias donde nació. De ella habla maravillas el confeso alcalde castrista de Oleiros, municipio que la censa.

Nada que ver, como bien se ve, con los hábitos de las nuevas clases "neocomerciales" a las que aludía mordazmente Eduardo Blanco Amor en su tratado sobre "Las buenas maneras". A los ricos surgidos del pelotazo inmobiliario y/o financiero habitual en España durante la época dorada del ladrillo se les encuentra más bien en los búnkeres de La Finca, La Moraleja y por ahí. La riqueza súbitamente sobrevenida parece empujarlos a elegir el ecosistema de esas otras burbujas inmobiliarias de la vanidad, en las que tan a gusto parecen sentirse.

Quizá por eso sorprenda que las únicas pretensiones de los Ortega consistan en ejercer la normalidad. La heredera Sandra no haría en realidad otra cosa que seguir una tradición familiar de compostura inaugurada por su padre, Amancio, que todavía mantiene la costumbre de acudir al trabajo en la sede coruñesa de la multinacional que fundó junto a su primera esposa, fallecida meses atrás. También el dueño de la más importante empresa del mundo en el ramo del textil vive discretamente alejado de los focos, hasta el punto de que solo se conoció su rostro -en una descorbatada foto de carné- cuando Inditex debutó en la Bolsa y no tuvo más remedio que enseñar la cara. La discreción, sinónimo de inteligencia en los textos de Cervantes y otros autores del Siglo de Oro, es cualidad muy apreciada por los británicos, aunque generalmente desdeñada en España. Aquí tendemos más bien a la grosera exhibición de las riquezas -ya sean reales o imaginarias-, lo que no deja de acercarnos a los hábitos de los norteamericanos: tan aficionados a contar y cantar el dinero al modo de su mascota nacional, el Tío Gilito.

Algo habrá influido también en el singular caso de los Ortega el no menos peculiar entorno ecológico de Galicia: un lugar poco o nada ibérico en el que se aprecia la reserva por encima de todo y donde es costumbre ocultar pudorosamente los capitales, cuando los hay. En un país poblado por gente que ahorra hasta las palabras parece de lo más natural tener miles de millones y no por ello dejar de ir a la compra a bordo de un utilitario tan corriente como la poco corriente cuenta del banco. Quizá haya que llegar a la conclusión de que el dinero es solo dinero para ejercer ese discreto encanto de la normalidad.