Rajoy ya no descarta la reforma constitucional. Simplemente, se muestra reacio a abrir el melón sin garantías de éxito. Pero el clamor que arropa la reclamación de un aggiornamento del sistema es rotundo, y aunque no existiera el problema catalán, el envejecimiento del régimen, de las reglas de juego, es tan notorio que sería suicida ignorarlo. La reforma constitucional, en definitiva, es ya un imperativo para el que habrá que buscar la mejor oportunidad. Y al que habrá que fiar los dos grandes objetivos del momento: resolver el problema territorial y revertir la creciente desafección de la ciudadanía hacia la política concreta.

Así las cosas, una vez que el PSOE y el PP han aceptado este criterio reformista, es claro que la principal responsabilidad recae sobre los líderes de los dos grandes partidos. Es a ambos políticos a quienes corresponde la convocatoria del gran consenso, que debe hacerse extensivo a las minorías, incluidas las nacionalistas de la periferia. Porque conviene aclarar, para que nadie se llame a engaño, que el consenso nunca existe a priori en un sistema pluralista: debe conseguirse trabajosamente, como se hizo en 1978; en aquella ocasión, recuérdese, se logró aliar en el proyecto constituyente al neofranquista Fraga y al comunista Solé Tura, al socialista Peces Barba y al liberal Cisneros, al nacionalista Roca y al democristiano Herrero de Miñón.

Sucede sin embargo que ni el PP ni el PSOE son en la actualidad organizaciones monolíticas. El PP, en particular, abarca todo el hemisferio de estribor de la política española, lo que por fuerza significa que en su interior está presente la derecha más radical y populista que también existe en todos los países europeos de nuestro ámbito, aunque en ellos milita en partidos específicos.

Rajoy, como es sabido, está siendo contestado por un sector de su formación que le achaca debilidad. Debilidad en la gestión del final de ETA, en el abordaje del problema catalán y de la cuestión autonómica en general, en la implementación del ideario conservador. La derecha del PP, todavía desagregada, bulle en torno del expresidente Aznar, bajo cuya mirada atenta deambulan Esperanza Aguirre, Vidal-Qadras, Mayor Oreja, Ana Botella, un sector de las víctimas del terrorismo y algunos ´barones´ populares que encabezan la oposición a cualquier concesión a Cataluña.

Tan evidente es esta presión que Rajoy, para aliviarse, ha dado instrucciones de endurecer la política general en esta segunda parte de la legislatura. Ruiz-Gallardón se dispone a ello con la reforma a la baja del aborto, después de la involución que suponen la ley de tasas, la reforma del Código Penal y la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, con los consiguientes cambios del Consejo General. Y Fernández Díaz se dispone a secundarle.

Rubalcaba tampoco tiene las manos completamente libres: el sector más jacobino del PSOE, partidario de la ruptura con el PSC, le somete a un marcaje férreo, aunque todo indica que existe una mayoría muy relevante, en la militancia y en la organización, que apoyará el cambio constitucional sin reservas.

En este laberinto, el rumbo futuro depende del arrojo que tengan Rajoy y Rubalcaba para liberarse de los lastres inmovilistas y cuajar un principio de acuerdo basado en la mutua lealtad para inspirar la evolución del régimen y su asentamiento sobre pilares más encumbrados y más sólidos que los actuales. Se ha dicho, y con razón, que para que esta constitución dure otros 35 años o más es preciso reformarla, llenar sus lagunas y ponerla al paso de la propia sociedad. Habrá que ponerse, pues, manos a la obra.