"La gente tiene que trabajar más y cobrar menos". Lo sentenció con pasmosa seguridad Gerardo Díaz Ferrán, en aquel momento presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE). Díaz Ferrán lleva un año en prisión preventiva por presuntos delitos que abarcan desde el fraude a Hacienda hasta la estafa. A su sucesor al frente de los empresarios españoles, Juan Rosell, nunca le he escuchado una condena tajante y contundente. Rosell dirige una organización que es parte del problema que acongoja a España. Cándido Méndez, secretario general de la Unión General de Trabajadores (UGT), ha actuado cuando menos con negligencia ante las masivas prácticas corruptas que su sindicato ha protagonizado en Andalucía. Las medidas excepcionales que de inmediato debería tomar no son adoptadas. La solución se pospone al nueve de enero. No hay que amargarse innecesariamente las fiestas. Sus colegas de Comisiones Obreras (CC OO) guardan un prudente silencio. Los sindicatos, llamados "de clase", son también parte del problema.

En el período de fin de régimen que estamos viviendo, las organizaciones que dicen representar a los empresarios y a los trabajadores se han convertido en instituciones del Estado. Son, dada la financiación pública que reciben y el estatus que han alcanzado, estructuras del sistema, que colaboran en su mantenimiento tal y como está concebido. Ni CEOE ni UGT y CC OO constituyen elementos susceptibles de ser piezas de recambio para salir del atolladero, porque para serlo deberían ante todo acometer su radical transformación. No se ve que tengan tal intención: la confederación empresarial y los sindicatos contribuyen, con su descrédito, al del sistema. La afiliación sindical en España es peor que ridícula: funcionan gracias a que las subvenciones públicas se lo posibilitan. Si se vieran en la obligación de autofinanciarse simplemente desaparecerían o caerían en la irrelevancia. No vale la pena acordarse de algunas de las iniciativas empresariales impulsadas por los sindicatos: el fracaso ha constituido la norma.

Si se constata que los partidos han pervertido el sistema, al negarse por sistema a introducir las reformas necesarias para oxigenarlo: ley electoral, reforma administrativa, posibilitar verdaderos debates en el Congreso de los Diputados€, la responsabilidad de CEOE y UGT y Comisiones no es menor, porque el tinglado del que se han beneficiado y se benefician es exactamente el mismo que ampara a los partidos. Su descrédito no es menor que el de éstos; la quiebra del régimen inevitablemente los arrastrará.

El caso andaluz, en el que UGT se ve enfangado hasta la médula, prueba que ha quedado inservible como instrumento de presión social, de defensa de los trabajadores o como uno de los motores del cambio. La silente Comisiones, que parece implorar a los dioses que nada le salpique, tiene que pechar con que su antiguo secretario general, José María Fidalgo, bebe los vientos por los líderes de FAES. No pasa nada, salvo que una considerable incongruencia sí que parece. Un sindicalista, de los de "clase", asumiendo postulados ultraliberales. Es verdad que ha habido conversiones más llamativas. No sé si Fidalgo sigue estando afiliado o ha decidido darse de baja.

En CEOE, además de guardar silencio ante los desmanes de Díaz Ferrán, algo deberían hacer con Arturo Fernández, presidente de la patronal madrileña, hombre que tiene la constatada peculiaridad de desacreditar cualquier iniciativa en la que aparezca su nombre. Si CEOE no ha considerado oportuno desembarazarse hasta de la memoria de quien fue su presidente qué va a decir de unos de sus máximos dirigentes. CEOE es, en muchos aspectos, un apéndice, a veces díscolo, del PP, como UGT lo es del PSOE, con divorcios y clamorosas reconciliaciones, y Comisiones Obreras de Izquierda Unida, por mal avenidos que estén.

Sin sindicatos que representen a los trabajadores, más allá de una defensa teórica de los mismos, arrollados las más de las veces por movimientos ciudadanos, como puede observarse en las manifestaciones que a diario se convocan en Madrid o en la habida en Palma a cuenta del conflicto en la educación, y con unas organizaciones empresariales que casi siempre son simples instrumentos del poder político o el poder sin adjetivos, no hay forma de que sean una de las vías de regeneración del sistema. Son parte del problema, en ningún caso la solución; de ahí que el progresivo colapso del régimen les concierna a ellos tanto como a los principales actores del drama en el que España se está adentrando.

Le pregunté a un empresario hotelero mallorquín para qué servía la CEOE. Después de un momento de cavilación, dijo: "para cobrar subvenciones, porque no va a ser menos que los sindicatos". Los dirigentes sindicales dan por hecho que las subvenciones que perciben son legítimas e imprescindibles. No vaya a ocurrir que queden relegados, que no se les considere como a los partidos políticos. Sin olvidarnos de la otra gran organización española: la Iglesia católica, regada con generosa financiación y regalada con exenciones fiscales sin cuento. Ocurre que las subvenciones públicas son la fundamental argamasa del sistema. Si se eliminasen, el sistema cae. De inmediato.