Por una vez y para desconcierto de muchos, creyentes y no creyentes, un papa comienza su pontificado poniendo sus cartas sobre la mesa de la opinión pública eclesial y civil. A partir de la publicación de la exhortación, que no encíclica, Evangelii Gaudium, es decir, La Alegría del Evangelio, todos hemos comenzado a entender y ojalá también a comprender, por dónde van los tiros de este argentino que carece de la menor prudencia al uso cuando se trata de clarificar, como garante de la unidad y evangelización eclesiales, lo que desea en función de su propio análisis de la realidad circundante.

Si la sociedad donde debemos de estar como trasmisores del Evangelio y de la persona de Jesucristo es la que es, hay que dejar de dedicarnos a pensar en el vacío una y otra vez, para comenzar a hacer lo que nos pide: pasar del pensar al realizar porque, desde la celebración del Vaticano II, hace ya cincuenta años, llevamos demasiado tiempo entregados a la reflexión mientras hemos carecido de la necesaria capacidad de comenzar a hacer lo que el pensamiento solicitaba. Tengo la sensación de que nos ha faltado parrusía, ese entusiasmo valiente que caracteriza la acción del Espíritu Santo. Hemos pecado, desde la cúpula hasta las bases eclesiales, de una exagerada prudencia, que en ocasiones era puro y duro miedo, a lo que pudiera pasarnos si removíamos actitudes y realizaciones.

Este papa, y lo repite hasta el cansancio, opone a este pensamiento conservador, la urgencia de un cambio profundo en fondo y forma, puesto que la teoría que están esparciendo determinadas personas sobre el interés de Francisco en lo formal y nunca en lo fondal, es de un recortado, humana y eclesialmente, que raya en la frivolidad filosófica y teológica. La sistemática repetición de cambios formales acaba por adquirir la naturaleza de propuestas fundamentales. Las medidas pastorales surgen de la fe pero revierten en la fe misma. Tal y como sucedió en el caso de Jesús, en quien la presencia del Hijo de Dios acabó por trasformar la humanidad del hijo de María. Porque somos lo que hacemos, tal es la condición histórica del ser humano. Acusarme de relativismo por la anterior afirmación solamente puede interpretarse por una mala fe inquietante. Pero vayamos a la Exhortación misma.

"En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría (la planteada en el título) e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años" (en el primer párrafo de este documento definitorio). En una palabra, lo que Francisco nos escribe, comunica y manda en sus páginas son tres cuestiones: siempre nos exhorta, sin limitarse a proponer doctrinalmente (rol reservado a una Encíclica al estilo de las Benedicto XVI), además nos invita a reconoce que comenzamos una nueva etapa evangelizadora, dándole un protagonismo definitivo al concepto "novedad" y, en fin, y es lo más relevante, dice sin remilgos que cuanto escribe conlleva el deseo de reconocer caminos eclesiales en el inmediato y mediato futuro. Es, pues, el momento de llevar el pensamiento a la acción, lejos de permanecer en la mera reflexión pasiva y un tanto encapsulada. Estas tres realidades las propone Francisco en el primer número de su documento exhortativo, es decir, documento que anima y compromete a una acción que modifique la presencia de la Iglesia en la sociedad a la que se dirige€ y donde está.

Todo lo anterior, según reza el título de la Exhortación, es un camino hacia la alegría cristiana pero también meramente humana, reaccionando contra la tristeza individualista que, en palabras del obispo de Roma, nos domina. Según insiste una y tras vez, es la esperanza en Jesucristo Resucitado la que impone tal alegría, que no significa cerrarse a la realidad, antes bien, superarla desde una óptica superior y definitiva. De lo contrario, se nos hará imposible seguir viviendo en un planeta dominado por el odio y la desesperación que avanza de forma irremediable, ante la pasividad de tantos buenos. Se trata de una opción del ciudadano normal ante el poder de los señores del dinero y la debilidad de los políticos. Sin un margen de alegría, hasta se nos hará imposible llevar a cabo obras de justicia en las periferias a las que Francisco alude una vez más.

Místico y práxico, este hombre venido de un lugar tan lejano a la Europa siempre tentada de mirarse el ombligo, se planta ante nosotros y pone sus cartas sobre la mesa de la Iglesia y de la sociedad. Ahora, todos, creyentes y no creyentes, sabemos el camino que desea que recorramos. En nuestras manos está leer con mucha atención "La Alegría del Evangelio" y meditar sus páginas de forma sosegada mirando a nuestro individual y colectivo futuro. Por favor, déjense interpelar por sus páginas. Será una experiencia oxigenante como creyentes y como ciudadanos. Seguro.