A principios de verano, Arturo Pérez-Reverte estuvo de visita en Mallorca. Como en otras ocasiones, paseamos por la ciudad y charlamos. Creo que fue delante de La Lonja „él tenía el barco atracado en el Club Náutico„ cuando me habló de Verona y de cómo allí, ante una torre medieval (inciso y broma shakespeariana entre ambos), se le ocurrió su siguiente novela. Ya había anochecido. "De repente la vi", me dijo. "Vi toda la novela como en una serie de secuencias cinematográficas y se la conté a quien iba conmigo. Ahora ya la estoy terminando". Protesté. Aún no había leído El tango de la Guardia Vieja „me disponía a hacerlo durante las vacaciones„ y me anunciaba otra novela para el otoño. Se rió: "Tú sabrás, hermano, cada uno lee y escribe a su ritmo". Hace diez días me llegó El francotirador paciente y lo abrí por la página 167. En ella la narradora desembarca en Nápoles y toma un taxi que le deja frente al hotel en página y media absolutamente impecables. Entre Eric Ambler y Hergé con el inconfundible sello Pérez-Reverte.

Uno puede ver un relato, pensé aquella noche. Uno puede ver un poema en el momento en que el poema cristaliza en la mente. Pero ver una novela entera encierra algo que se escapa a la misma mecánica narrativa, una mecánica que suele consistir, también, en adentrarse en territorio desconocido. Pero uno no ha estado en la guerra, que es la ventaja con la que juega Arturo siempre. Ha leído a Conrad „otros lo hemos hecho también„, pero él lo ha vivido. Lo ha respirado. Lo ha visto. Y entonces, sobre un muro de Verona, ve la novela entera, su novela, y sabe que la ha atrapado y que es cuestión de escribirla para que ya no pueda escapar jamás. Para poder adentrarse después en otra novela „o verla sobre otro muro, en la superficie del mar, o allá en el horizonte„, como si cada una de ellas fuera el rayo verde o la ballena blanca y al final estuviera la salvación del que cree que poco o nada es lo que se salva.

Pero he citado a Conrad, que está siendo muy citado por la crítica al referirse a El francotirador paciente. Conrad estuvo en El húsar, la primera novela de Pérez-Reverte, cuando a todos les parecía el juego de un periodista que quiere algo más. Estaba, también, en la segunda, El maestro de esgrima, cuando empezaron a pensar „antes del estallido de La tabla de Flandes y su aplastante acogida„ que la cosa iba en serio. Y tan en serio, que iba. Pero eso ya lo sabía el autor al escribir El húsar. Ahora los sables y floretes han sido sustituidos por los sprays de pintura urbana. Como el ajedrez de La tabla de Flandes volvía a aparecer en El tango de la Guardia Vieja con el hijo de Mecha Inzúa, su gran protagonista. Era un ajedrez moderno, heredero de Fischer y Spassky y Kasparov y alejado de la pintura flamenca, pero al mismo tiempo era el ajedrez de siempre, como la vida y la muerte, como Conrad y la guerra y Kurtz y Sniper, el pintor oculto y guerrillero „a lo Bansky„ de El francotirador paciente. (La pintura „ese otro asunto revertiano„ que reaparecía en El pintor de batallas, también oculto y retirado del mundo).

Pero además del ajedrez, en El tango de la Guardia Vieja, estaba el tango y su combate amoroso y estaba „vertebrando toda la novela„ algo que es muy difícil de hacer: el reencuentro entre dos antiguos enamorados que son, a su vez, viejos enamorados (en la creencia de que el deseo pueda ser una forma de amor) y cuando digo viejos, digo mayores. Eso es, repito, muy difícil de hacer y en El tango€ está muy bien hecho. Hay allí un cansancio vital que se vuelve moralista, salpicado de sentencias aquí y allá y poblado por un humor seco que también es marca de la casa. Un humor tan desengañado como misericordioso, si es necesario: no hay por qué devolverle al mundo la misma hostilidad que regala; no siempre, al menos. Y donde hubo amor es obligado el agradecimiento.

El joven reportero „el de las páginas de Territorio comanche, el que nos contó Los Balcanes y Eritrea y El Golfo„ se ha ido diluyendo en las páginas del escritor maduro: ese que tiene algo de viejo mosquetero de Dumas, pero también de Alatriste y de marino de Trafalgar y de capitán de artillería en el Madrid del 2 de mayo y de artillero francés en el asedio de Cádiz. El mismo que bebe tequila entre narcocorridos; o viaja disfrazado de bailarín en los transatlánticos de los años 30, cuando viajar era un lujo; o se encierra en una torre junto al mar y pinta y recuerda que todas las guerras están en El triunfo de la muerte, de Brueghel y en ese libro „El pintor de batallas, repito„ encontramos una de las dos o tres mejores novelas españolas de lo que va de siglo.

A principios de verano, ya dije, Arturo Pérez-Reverte y yo charlamos como solemos hacer siempre. El mundo queda entonces al margen y sólo regresa cuando brindamos con las palabras de Joseph Roth: "¡Quiero ver a mi emperador!". La bahía, al revés que el país, no tenía nada de austrohúngaro: más bien parecía un paisaje de Suave es la noche. Al cabo de unas semanas leí El tango de la Guardia Vieja y ahora, con la llegada del frío, acudo a El francotirador paciente, fiel a la cita prometida en Verona, fiel a las palabras de su autor en una noche palmesana de principios de este verano, que tanto ha tardado en marcharse.