El presidente Rajoy expuso el pasado martes en el Senado, en respuesta a José Montilla, su posición con respecto a la reforma constitucional y a Cataluña. En síntesis, dijo que "los artículos 1 y 2 de la Constitución no son negociables" y que "plantear una reforma de la Constitución para dar satisfacción a alguien que no va a sentirse satisfecho es un enorme error". La modificación de la Ley Fundamental no lograría, en su opinión, satisfacer las aspiraciones soberanistas de Artur Mas y del Gobierno de la Generalitat, por lo que sería una pérdida de tiempo intentar la pacificación del nacionalismo por ese camino.

Es difícil no adherirse a la idea de que, una vez constatada la insaciabilidad crónica del independentismo, carece de sentido hacerle concesiones que nunca colmarán su apetito. Máxime cuando una formación moderada como CiU, que en los veintitrés años de gobierno ejercido por Jordi Pujol jamás reclamó siquiera la reforma estatutaria, se ha pronunciado ya abiertamente por la independencia, con lo que cualquier otra solución más corta resultará insuficiente y generará insatisfacción.

Sin embargo, la generalización de este planteamiento estratégico nos conduciría al absurdo: en su virtud, carecería de sentido cualquier negociación política en que compitiesen visiones antagónicas de la realidad ya que cualquier solución intermedia siempre generaría insatisfacción en las partes. Y, sin embargo, la democracia como método de resolución de conflictos ha de partir de la idea de que los diferendos tienen solución. Y en este caso concreto de Cataluña, habrá que creer que el estado de opinión que apuesta hoy por una ruptura se mitigaría si la sociedad apreciase un esfuerzo del Estado en la búsqueda de nuevas formas de pertenencia institucional que tuvieran en cuenta las reclamaciones legítimas de Cataluña -no todas lo son pero algunas sí, sin duda- y que perfeccionasen el caótico modelo autonómico español mediante criterios federalizantes internacionalmente contrastados, capaces de introducir nuevos y creativos equilibrios entre autogobierno y solidaridad.

Dicho de otra forma, el Estado tiene la obligación de la reforma constitucional no porque la reclamen los nacionalistas catalanes sino porque el modelo autonómico actual está agotado y no es funcional, de forma que los contribuyentes netos están irritados y los mayores receptores no están aprovechando los flujos que reciben para promover su desarrollo. Y de esta disfuncionalidad provienen en buena medida los encontronazos actuales, y por supuesto el malestar de Cataluña.

Ya se sabe, en fin, que esa racionalización del modelo de organización territorial, que ese ´salto federal´ que parece el desenlace obvio del proceso inacabado de construcción dl Estado complejo, no resolverá del todo la gran disputa. Pero si el Estado y las grandes formaciones que lo sostienen se cargan de razón, encajan las críticas razonables y actúan en consecuencia, no hay duda de que el conflicto bajará de tono y habrá muchas más personas moderadas que respaldarán esa reinterpretación de la convivencia y se desengancharán del aventurerismo rupturista de Esquerra Republicana, cuyos argumentos son estrictamente identitarios y se basan en la erección de fronteras rudimentarias que establezcan lindes entre ´ellos´ y ´nosotros´. La racionalidad, en política, siempre desemboca en convergencias y en encuentros; por el contrario, el encastillamiento irreflexivo, la obcecada defensa de tópicos antiguos y la incapacidad de evolucionar hacen insolubles los problemas. También en el caso de Cataluña.