Si al rey no le da por hacer una aparición estelar en silla de ruedas, será el príncipe Felipe quien presidirá el desfile del 12 de octubre. Un anticipo de un futuro que se aproxima a galope tendido. Nos vamos a encontrar con unos actos oficiales un tanto llamativos: asistirán únicamente los príncipes de Asturias. La reina, por decisión de Juan Carlos, no estará. La infanta Elena, exilada a la tribuna de invitados, ha dejado de ser la figura decorativa de siempre. La infanta Cristina, naturalmente, en Suiza. El futuro se hará presente el sábado en Madrid. La idea es minimizar al máximo el protagonismo de Felipe de Borbón, porque su padre, el rey, no acepta que ha llegado su momento y que el suyo es ya historia. El del sábado será un 12 de octubre peculiar. Habrá que ver cómo se desarrolla el acto en Madrid, aguardar a lo que tenga preparado el nacionalismo español de extrema derecha, ansioso de certificar que su existencia se note en Barcelona.

Las disponibilidades presupuestarias también obligan a que el 12 de octubre no despliegue el desfile militar al uso: será más bien una exhibición reducida. El ministro de Defensa, el desconocido e ignorado Pedro Morenés, no se halla en disposición de organizar grandes fastos: sería una provocación excesiva. Además, sin el rey mejor hacer que la cosa sea simplemente aseada; ya se verá si, en el Palacio Real, Juan Carlos decide personarse y protagonizar un simulacro de besamanos. El 12 de octubre va a evidenciar que nos estamos adentrando en la segunda transición, pero no la que se pretende en buena parte de la clase política madrileña, sino otra de la que no hay forma de discernir en qué desembocará y tampoco cómo lo hará.

Una segunda transición que empieza a ser comparada con lo sucedido en España en el último tercio del siglo XIX, el iniciado con la proclamación en 1873 de la Primera República, efímero experimento que deparó, en apenas once meses, cuatro presidentes. El advenimiento de la República se produjo tras la abdicación de Amadeo de Saboya, la alternativa monárquica y modernizadora a los borbones auspiciada por el general Prim; con ella eclosionó el cantonalismo, que acuñó el "viva Cartagena", ciudad independizada unos meses de facto del resto de España. Ahora, se establecen las inevitables similitudes, reforzadas por la disparatada salida a escena de la presidenta del PP catalán, Alicia Sánchez Camacho. La dirigente popular ha tenido la ocurrencia de solicitar para Cataluña una financiación diferenciada, con límites en el asunto de la solidaridad interregional.

La respuesta ha sido furibunda: el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, del mismo partido que Camacho, precisa que si se le concede a Cataluña una financiación diferenciada, Madrid organizará una consulta para que los ciudadanos digan si están de acuerdo con el modelo. González reinventa el "viva Cartagena"; el Gobierno, atemorizado, se apresura a desautorizar a su terminal catalana con un despliegue inusitado: Saénz de Santamaría, Cospedal y Montoro descartan aplicar financiaciones a la carta. El incendio amenaza con hacerse incontrolable.

Mejor no descartar que pueda emerger una efusión cantonalista si el Gobierno pacta alguna fórmula que pueda ser aceptada por un acorraladísimo Artur Mas, a quien los grandes financieros catalanes, empezando por los de La Caixa, han exigido que se olvide de la consulta. La Caixa tiene argumentos sobrados para decirle al osado presidente de la Generalitat que cambie de carril: el ochenta por ciento de su negocio radica en Madrid y Andalucía. El tercer banco de España no puede, por estrictas razones económicas, dejar que quien es uno de los suyos lleve hasta el final el disparate que está perpetrando. La Caixa y otras grandes empresas catalanas deberán explicar en Madrid qué es lo que Cataluña requiere: exactamente una financiación al margen del sistema general. Dársela, significa abrir las puertas al cantonalismo. El presidente madrileño lo ha advertido con nitidez.

Encarar lo que vendrá, carecería del dramatismo que trae a cuestas si la situación económica que penamos la mayoría fuera algo más llevadera. Ocurre que los pronósticos nos llevan a ahondar en la depresión: el Fondo Monetario Internacional, empeñado en llevar la contraria al Gobierno del presidente Rajoy, anuncia que ve muy débil la recuperación en España añadiendo que la tasa de paro seguirá instalada más allá de la estratosfera. Para completar el cuadro clínico advierte de un nuevo peligro: la deflación (lo peor que puede sucederle a la economía, según los expertos) debido a la deuda pública, que está a punto de alcanzar el cien por cien del PIB. Montoro casi lo reconoce en unas recientes declaraciones, cuando asegura que no se puede repartir nada, al no haber nada a repartir.

Escasamente gratificante el ambiente con el que se va a celebrar el 12 de octubre de 2013: el jefe del Estado convaleciente, a la espera de ser intervenido en unas semanas; el Gobierno trasteando con la economía y Cataluña, a la que poco le puede dar sin soliviantar a las otras comunidades autónomas, con las del PP al frente; la oposición socialista descabezada y desnortada, y los ciudadanos bastante hartos.