El todavía presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo, Gonzalo Moliner, repitió en la reciente apertura del Año Judicial la teoría que compendia la legitimidad de los órganos judiciales: los cargos deben ser provistos por consenso y no mediante cuotas. En otras palabras, cuando hay que designar a miembros de las instituciones „el propio CGPJ o el Tribunal Constitucional (TC)„ mediante una mayoría cualificada, lo correcto es buscar aquellos candidatos que son capaces de atraer tal mayoría y no repartirse los puestos entre los partidos intercambiando apoyos para que cada uno pueda situar a personas afines. Resulta absolutamente notorio que esta pauta no se ha seguido en la formación del Constitucional: con alguna honrosa excepción, los miembros de este organismo están explícitamente adscritos a una lealtad partidaria. Y en el caso de su presidente, Pérez de los Cobos, éste ha tenido incluso el carné del actual partido del Gobierno. Ocioso es decir que la militancia en un partido representa una cesión voluntaria de independencia personal, ya que, con la adscripción, el militante se pliega a las consignas que recibe de la organización a la que se adhiere.

Esta situación supone para el Tribunal Constitucional una falta de auctoritas en el plano político y jurídico. Ya se sabe que el modelo occidental no es homogéneo y así, mientras en el Reino Unido el contraste de constitucionalidad es ejercido por una Supreme Court muy profesionalizada y sin rastros de politización, en Alemania ocurre todo lo contrario: los políticos ocupan con frecuencia cargos en el constitucional. Lo inconcebible es el fraude de ley, cuando menos moral, que se comete aquí, en este país, al burlar el espíritu de la norma que impone la mayoría cualificada en los procesos de elección.

Además de este vicio de origen, que no es en absoluto reciente, el TC se ha mostrado históricamente sensible a las presiones políticas. Aun sin remontarnos a aquella malhadada sentencia del caso Rumasa, los cuatro años de deliberaciones sobre los recursos interpuestos contra la reforma del Estatut de Cataluña transmitieron una imagen penosa del organismo, que no mejoró con la sentencia, cuando menos extemporánea. Aquellas largas vicisitudes están sin duda en el origen de la desafección que hoy experimentan los catalanes con respecto al Estado español.

La renovación del Tribunal no ha servido, como se ha dicho, para incrementar su prestigio, que podría ser necesario en futuros desarrollos del pleito soberanista que plantea Cataluña. Y para complicar aún más las cosas, se ha conocido que el polémico presidente tiene ideas preconcebidas muy claras e incisivas sobre los catalanes. "El verdadero problema „dijo textualmente Pérez de los Cobos en memorable ocasión„, y creo saber de lo que hablo, es que, como consecuencia de errores del pasado, varias generaciones de catalanes han sido ya educadas en el desprecio, expreso o tácito, hacia la cultura española y el Estatut es la primera manifestación política de este desprecio".

Como es conocido, las recusaciones presentadas por la Generalitat contra Pérez de los Cobos en 26 recursos sobre Cataluña pendientes de resolución han sido inadmitidas a trámite por el TC, con la sola discrepancia de dos magistrados que presentarán voto particular. Una simple duda sobre la imparcialidad de Pérez Tremps, que había tomado postura en un estudio teórico sobre el Estatut, sirvió para recusarlo.

Con todo este bagaje, el papel arbitral y moderador que pueda desempeñar el TC en el contencioso que se avecina es simplemente nulo en el plano político y moral. Porque la juridicidad fracasa si no tiene apoyaturas éticas en que apoyarse.