Si en los 70, los Novísimos supusieron un vuelco en la poesía española contemporánea, no podemos decir lo mismo respecto a la novela, por mucho que se empeñaran los editores de entonces. Los distintos intentos editoriales de crear algo parecido a lo que supuso la antología de Castellet, acababan siempre en nada. ´Nueva narrativa española´ fue un cuño habitual y socorrido que no pudo, ni supo sustituir, y menos aún renovar, la novela ya consolidada que había escrito o estaba escribiendo la generación anterior. Me refiero a autores tan distintos como Benet, García-Hortelano, Marsé o Juan Goytisolo, que supieron ser más renovadores que cualquier novísimo metido a novelista. Pensemos en Volverás a Región, en El gran momento de Mary Tribune, en Si te dicen que caí o en la trilogía que arranca con Señas de identidad.

En la mayoría de ellos -además de algunas influencias extranjeras contemporáneas- estaba la tradición y estaba también la voluntad de modernidad, inaugurada con Tiempo de silencio. Estaba Baroja y estaba Cervantes, quiero decir, pero también estaba la innovación narrativa: en esos años pudimos leer unas formas de contar que nunca se habían utilizado en nuestro país. Después de eso no hubo recambio generacional, más allá de algunos experimentos cuyo mero carácter experimental los empujaba peligrosamente hacia el autismo o el viraje brusco, como así fue. En esa época, Javier Marías era muy joven y escribía -si pueden llamarse así- parodias literarias, en el camino de hallar su propia voz. Su maestro más cercano en España, Juan Benet, había incorporado al castellano tres cosas importantes para la evolución de nuestra novela: cierto espíritu faulkneriano -que ya venía del Boom-, una respiración de estirpe proustiana y una capacidad meditativa de raíz más anglosajona que hispana (y por eso más necesaria).

Después de Benet, la novela española no podía ser la misma y Marías fue su Stanley y su Livingstone al mismo tiempo. Si a partir de El siglo y El hombre sentimental, ya se perfila y distingue la casa que Marías había empezado a construir, Todas las almas y Corazón tan blanco nos la muestran en todo su esplendor. En esos momentos -hablo sólo de novela- nada hay comparable a la narrativa de Marías en nuestro país y con él se incorpora una distinta apertura cervantina, vía Laurence Sterne, más la inquietante meticulosidad de Henry James. Los partidarios de la prosa sonajero -feliz ocurrencia de Marsé- y los fieles del realismo carpetovetónico -más aburridos que nadie- lo tildarán a él de angloaburrido y llegarán a decir que Marías escribe en inglés porque no sabe hacerlo en castellano. Aparte de la sandez: algo parecido ocurre con el último Cernuda y ahí están algunos de los mejores poemas del siglo XX español. Para otros, entre los que me cuento, a partir de la deriva de los años 80 -que Marías definió acertadamente como ´la edad del recreo´ y así nos ha ido después- uno de los motivos por los que vivir en España valía la pena -y entiéndase que 'vivir', aquí, no se refiere sólo a vivir- era la literatura de Javier Marías. Había otros, claro, y dicho así puede sonar grandilocuente o exagerado, pero no lo es y menos aún cuando los adeptos a esa literatura fueron creciendo con el convencimiento de hallarse frente a un territorio nuevo, de estilo espléndido y de voluntad clásica (algo también muy necesario). Comprenderán que cuando no se está acostumbrado a que el sentir general y el particular -es decir, el propio- coincidan, algo así no es exageración. En el magma inhabitable donde vivimos hoy, la literatura de Marías -y la presencia de Marías- siguen siendo uno de esos motivos generacionales que nos refuerzan y hacen creer que algunas cosas fueron buenas y valieron la pena.

Nunca he de olvidar el tiempo que habité en Todas las almas y después en ese otro tiempo inventado, prolongado, por los libros que amamos, que fue La negra espalda del tiempo. Tampoco los deslumbrantes comienzos de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, ni la compañía familiar de sus Vidas escritas, ni sus textos fantasmagóricos, ni tantas epifanías y malhumores dominicales, ni una de las grandes novelas europeas de lo que va de siglo -me refiero a la trilogía Tu rostro mañana-, con personajes que nos han de acompañar el resto de nuestras vidas y el grand style detrás de su estructura, lenguaje y relato. Es innegable que la novela en castellano ya no ha sido la misma a partir de Marías y aquel lugar donde no hubo Novísimos, ni renovación, es un lugar que él ha creado y sostiene para nuestra literatura con una potencia narrativa y una capacidad para la digresión y el matiz inacabable, precisa, culta e inteligente. Con la memoria como telar de fondo. Esto lo reconocemos aquí sus lectores -entre los que hay bastantes escritores- y lo reconocen también los lectores y escritores hispanoamericanos actuales -se me ocurren ahora dos de los que prefiero: Juan Gabriel Vásquez y Patricio Pron-, en un viaje de retorno desde el Atlántico, inexistente hasta la consolidación de Marías y su sentido de la ficción, ´imprescindible para la vida´.

Hablo, naturalmente, de lengua compartida, porque el listado de premios internacionales a su obra también es innumerable -del IMPAC al Fémina, del Nelly Sachs al Grinzane Cavour...-, tanto por extenso como porque no ha de acabar aquí. Ahora que se le añade el Formentor, surge la certeza de que si el año pasado, este premio -concedido a Juan Goytisolo- entroncó con su origen, en el caso de Javier Marías, el Premio Formentor 2013 entronca con su esencia. Doble enhorabuena.