España es una de las economías grandes de la Unión Europea, pero su productividad es relativamente baja; no somos un país competitivo. Hoy son muchos los que añoran la larga década de fuerte crecimiento; desde mediados los noventa del siglo pasado hasta 2007, la economía española creció a un ritmo muy alto. Seguro que recordamos que superamos en renta per capita a Italia y nos planteábamos alcanzar a Francia. Sí, crecimos a tasas muy apreciables, pero con un patrón de crecimiento que deberíamos olvidar: el incremento de nuestra productividad fue de los menores entre todos los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Fue la consecuencia de convertirnos en "especialistas"del sector de la construcción residencial. Todavía suena en nuestros oídos una sentencia de supuesto éxito: en un año éramos capaces de construir más viviendas que Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia juntas. Para hacer posible tal hazaña, nuestra economía tuvo que reclamar cuantiosos recursos financieros del resto del mundo (es la deuda privada, que no la pública, uno de los orígenes de nuestros problemas), y, en búsqueda del beneficio fácil y rápido, se trasvasaron beneficios de otros sectores económicos al de la construcción residencial, contribuyendo a descapitalizar otras industrias y a inflar más la burbuja. Desde el punto de vista privado „y con independencia de que podamos considerarlo un error a largo plazo„ esta asignación de recursos tiene una lógica: obtener una alta rentabilidad de forma inmediata; hacer "negocios", no empresas duraderas.

Un modelo económico, en definitiva, basado en una asignación de recursos a la investigación muy endeble, dando lugar a unas dotaciones de capitales humano y tecnológico muy bajas. Esa escasa inversión en "conocimiento" ya es mucho menos entendible desde el punto de vista público; antes al contrario, es altamente criticable.

Como consecuencia, la economía española ha ido quedando desplazada de los sectores más avanzados y, por tanto, se ha ido alejando de la capacidad de mejorar su oferta. Incrementar nuestra competitividad „no a costa de reducir salarios y destruir derechos„ exige mejorar nuestras capacidades, fortalecer nuestra dotación de capital humano.

Es muy difícil que podamos imaginar un país moderno y competitivo, con un alto nivel de calidad de vida, sin que se disponga de un modelo educativo y de investigación que sea eficaz y competitivo.

La OCDE, en la edición correspondiente a 2012 de su Education at a glance, señala que la educación preescolar está asociada a mejores resultados académicos posteriores; es obvio que las primeras etapas formativas son las más importantes, porque si éstas no son suficientemente buenas, las bases sobre las que se desarrollarán las siguientes serán frágiles. Pero es necesario añadir que es el crecimiento de la educación terciaria, o superior, la que permite expandir el talento global y la que ha ido abriendo mejores oportunidades a millones de personas en el mundo.

Es irrenunciable „y sobre todo urgente„ dar un giro a las prioridades de gasto. Nuestro futuro depende de la educación, de la investigación, de la ciencia.

En ocasiones se argumenta que la educación superior es cara e improductiva; que tenemos demasiadas universidades. Sin embargo, diversos estudios, tanto a nivel nacional como internacional, demuestran que el retorno que se obtiene de la inversión en educación superior es mayor que el coste de producirla; en el ya citado Education at a glance, se señala que las administraciones públicas de la OCDE obtienen, vía ingresos fiscales, en el caso de los varones, cuatro veces la inversión pública realizada y, en el caso de las mujeres, 2,5 veces (diferencia que se debe a la subsistencia de discriminación salarial asociada al género). Pero, además, los beneficios de la educación superior van más allá de lo puramente económico, ya que, según demuestra la evidencia, mayores niveles de educación están asociados a una mayor esperanza de vida y a mayores niveles de igualdad. Por todo ello es incomprensible que no estemos suficientemente concienciados sobre la necesidad de evitar que se creen barreras financieras de acceso infranqueables a la educación no obligatoria.

Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que la universidad española no necesite una reforma muy profunda; antes al contrario. No tenemos, como se dice, demasiadas universidades, pero sí tenemos universidades demasiado "iguales", cuando deberían especializarse y diferenciarse, con la finalidad de competir a nivel internacional.

La pregunta es ¿en qué división queremos jugar? Nuestro modelo de universidad e investigación no está en la Champions. Cuatro equipos de fútbol españoles participan en esa competición y dos de ellos se encuentran entre los mejores cinco del mundo. En nuestra liga juegan los futbolistas que, en los últimos años, compiten por el balón de oro. Todo ello está bien, pero ¿cuántas universidades españolas están en un nivel comparable? Ninguna. Si podemos fichar para nuestra liga a los mejores jugadores extranjeros, y eso hace posible que los nuestros sean cada día más competitivos, ¿por qué no creamos las condiciones para que nuestra universidad pueda contar con grandes profesores y científicos extranjeros? Tenemos un problema de endogamia universitaria que es urgente resolver.

Estamos ante la enésima reforma educativa y muchos, al menos, intuimos que el modelo que nazca no tendrá una vida mucho más larga que sus predecesores. ¿Tan complicado resulta a nuestros dirigentes entender que nuestra posición competitiva es consecuencia de no haber prestado la atención debida a la educación, y que continuamos perdiendo el tiempo pasando por alto esta fuente de prosperidad?

El aviso es muy claro: el sistema educativo y la investigación juegan un cometido básico en el avance del conocimiento y, si no progresamos rápida y significativamente en esta materia, nuestra economía continuará sin ser suficientemente productiva. Invirtamos, pues, en la educación de la gente, como elemento central y clave de nuestro desarrollo económico.