Durante un encuentro inicialmente fuera de programación, este jueves, con 5.000 jóvenes argentinos en la catedral de Río de Janeiro, el Papa Francisco habló sin papeles, lo cual, como es ya costumbre, permite conocer lo más genuino del pontífice Bergoglio. Sus palabras espontáneas fueron éstas: "Quiero que salgan a la calle a armar lío, quiero lío en las diócesis, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que la Iglesia abandone la mundanidad, la comodidad y el clericalismo, que dejemos de estar encerrados en nosotros mismos".

A continuación, miró a los obispos argentinos que les acompañaban y se disculpó: "Que me perdonen los obispos y los curas si los jóvenes les arman lío, pero ese es mi consejo". Está medianamente claro el sentido con el que Francisco invoca al lío, que no coincidiría con el lío de la conservación eclesial „cierta agitación contra las legislaciones estatales en materia de aborto, homosexualidad, eutanasia, etcétera„, ni con el de la "izquierda" cristiana „protesta contra la injusticia social„.

Es decir, el mensaje nuclear de Bergoglio no se enfoca ni a las relaciones Iglesia-Estado (en este punto mantiene el tono de cordialidad y de razonado entendimiento que expresaba Benedicto XVI), ni el de la justicia social como programa de acción. Más bien Francisco se refiere a liar el estatus acomodaticio de la Iglesia, lo que él denomina "mundanidad, comodidad y clericalismo" de las instituciones católicas, algo semejante al "aburguesamiento" del que se hablaba décadas atrás, cuando los que protestaban decían aquello de "burgueses, os quedan pocos meses".

Pero el programa de una Iglesia que salga de su anquilosamiento no debe de ser fácil de administrar a no ser que el propio Pontífice lo encabece, cosa de la que Bergoglio ha dado ya bastantes indicios basados en una coherencia personal. Sin embargo, todavía es necesario esperar a sus reformas, a las dictadas desde arriba, porque no es probable que ninguna instancia eclesial las pueda iniciar desde abajo, aunque con una excepción: las órdenes y congregaciones religiosas que desde el Concilio Vaticano II emprendieron su viaje a las periferias.

Cuentan las crónicas que fue precisamente el asesinato de un jesuita, Rutilio Grande, el que provocó que se le cayera el velo al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, en 1977. Fue tal el empeño con el que Romero se identificó con los más aplastados de San Salvador que tres años después fue asesinado. El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Gerhard Ludwig Müller, acaba de comunicar que no hay impedimentos doctrinales para iniciar el proceso de santidad de Romero, que hasta hace poco ha sido un procedimiento excesivamente ralentizado. Müller ha reconocido que ya Ratzinger lo impulsó, pero que ha sido Bergoglio quien le ha dicho que "semáforo verde". Que sea el primer santo promovido por Francisco es también un signo de su programa para liar las diócesis.