La inmovilidad del gobierno central frente a la eclosión soberanista de Cataluña se ha quebrado aparatosamente con una iniciativa que sin embargo no ha tenido aún el eco mediático que cabía esperar: el ministro de Hacienda, encargado de preparar el nuevo modelo de financiación autonómica que deberá entrar en vigor en 2015, ha encargado la elaboración de las balanzas fiscales -expresivas de la relación entre el dinero que reciben y que aportan las CCAA a la hacienda común-, que será, a juicio del ministro, "una herramienta útil" que aportará "transparencia" al debate y que determinará "cuáles son las relaciones, a través de las finanzas públicas, de las regiones que componen el Estado español". La medida ya fue anunciada por Montoro en el último Consejo de Política Fiscal y Financiera y confirmada tras el consejo de ministros del pasado 28 de junio.

Como se recordará, el entonces vicepresidente económico Pedro Solbes aceptó a partir de 2004 la elaboración de las balanzas fiscales que exigía con insistencia Cataluña -todos los partidos de la comunidad autónoma excepto el PP- y que Aznar nunca quiso auspiciar. Solbes encargó al Instituto de Estudios Fiscales dichas balanzas, que debían ser "un instrumento de información económica que imputa territorialmente los ingresos y gastos de las instituciones del sector público en un periodo de tiempo determinado, y calcula el saldo fiscal resultante en cada territorio". Las balanzas se confeccionaron conforme a los dos criterios académicos más aceptados, el del coste-beneficio y el del flujo monetario, y resultó que en 2006 el déficit fiscal para Cataluña se situaba entre el 6,38% y el 8,70% del PIB.

El cálculo de las balanzas fiscales es evidentemente el primer paso en la toma en consideración de las demandas catalanas con relación a la financiación: de un lado, es razonable que exista un límite a la cuota de la solidaridad, que deberá negociarse pero que podría fijarse en el 5%, porcentaje usualmente aceptado en los regímenes federales. De otro lado, es sensato que rija el principio de ordinalidad, por el cual una comunidad autónoma no podría descender en el ranking de renta per capita tras abonar la cuota de solidaridad.

Otra reclamación justa es que los fondos de solidaridad se apliquen, con carácter finalista, a promover el desarrollo de las regiones receptoras, y no a sufragar los gastos corrientes de las mismas. De la misma manera que los fondos estructurales y de cohesión que otorga la Unión Europea a sus países miembros se dirigen a elevar el PIB per capita y dejan de recibirse cuando éste alcanza ya los promedios comunitarios, los flujos de compensación interterritorial españoles habrían de servir, no para consolidar estados de postración, sino para sacar de ellos a las regiones más atrasadas.

El primer paso para resolver el problema de la reivindicación catalana que está en el origen de la pulsión soberanista es, sin duda, plantear correctamente el problema que habrá que negociarse. Esto es lo que, por ahora, hace al gobierno al aportar las balanzas fiscales que nos permitirán conocer el punto de partida. Por descontado, a estas alturas de la desafección catalana, no basta con dotar a este país de un buen sistema de financiación autonómica para que desaparezca el conflicto, pero resulta indudable que si no se parte de esta posición realista y no se atienden las reclamaciones legítimas que se han planteado al respecto, el conflicto no tendrá solución.