George Steiner definía las posiciones en la alta cultura con algunas preguntas sobre gustos intelectuales y artísticos. Dos de ellas eran: ¿Mozart o Bach? ¿Tolstoi o Dostoievski? Con el tiempo, podría añadírseles: ¿Hemingway o Scott Fitzgerald? La disyuntiva es, repito, puramente definitoria, no descalificatoria. Ni Steiner es un bárbaro „bien al contrario„, ni cuando estableció su teoría eran tiempos maniqueos, demagogos y reduccionistas como lo son ahora. Pero esa elección „sin ánimo de renunciar a lo que no se elige„ perfila con claridad una posición en la vida y una concepción de la cultura. Probablemente en acelerado proceso de extinción, pero la perfila.

Soy de los que elijo Bach y Tolstoi, pero nunca despreciaría a Mozart y Dostoievski. No sólo porque los he disfrutado y disfruto „si puede hablarse de disfrutar con Dostoievski„ sino porque el desprecio, como el insulto, a quien retrata es a quien lo hace o emite. Del mismo modo, entre Hemingway y Scott Fitzgerald „gustándome mucho París era una fiesta o los cuentos de Hemingway„ siempre he de elegir a Fitzgerald. A este lado del paraíso, El gran Gatsby y, sobre todo, Suave es la noche, son novelas clave en distintos momentos de mi vida „en España, de la vida de algunos de mi generación, la anterior y la siguiente„ y no sólo como lector. Esto obliga „o me obliga„ a dos cosas.

La primera es literaria y vuelve a mezclarse con la vida: no regresar sobre los pasos de A este lado del paraíso „era muy joven cuando lo leí y no se admiten posibles decepciones sobre los libros que le marcaron a uno (así se decía entonces)„; volver de vez en cuando a El gran Gatsby para admirarse nuevamente del perfecto mecanismo de relojería narrativa en esta gran novela; y recordar Suave es la noche como uno de los mejores libros del mundo maduro, o la vida adulta, cuando las promesas de juventud se han roto para siempre. Un muelle, en fin, donde atracar para saber de donde venimos si se corre el peligro de olvidarlo. La segunda obligación (tómenla como una penitencia) es tragarse cuanta adaptación de las novelas de Fitzgerald se hagan en cine, a sabiendas de que nunca jamás podrán atrapar el espíritu fitzgeraldiano y siempre han de quedarse en la superficie y lo meramente decorativo. Como el falso heredero que contempla las tierras que nunca fueron suyas porque su bisabuelo las perdió jugando en el casino.

Por ese motivo fui la semana pasada a ver El gran Gatsby, del mismo director que la lisérgica y atolondrada Moulin Rouge. Efectivamente: si Moulin Rouge era una absurda visión del Ochocientos parisino, pasado por el laboratorio de Timothy Leary (el inventor del LSD, lo digo para los nacidos con otras drogas sintéticas), El gran Gatsby parece el producto de una mente embotada por los excesos de la cocaína. ¡Qué horror! Y eso que la cocaína circulaba en los locos veinte con cierta profusión. Hasta Leonardo di Caprio „un actor que ha ido ganando mucho con los años„ está ridículo, cuando probablemente es el personaje menos ridículo „no es ese su adjetivo, desde luego„ de la novela.

También la pasada semana, Eduardo Jordá explicaba muy bien en estas páginas las claves de la imposibilidad de adaptar Gatsby al cine desde la fascinación por sus personajes, cuando la mayoría son tontos de capirote y el narrador, un pobre hombre. De la imposibilidad de adaptar Gatsby al cine cuando se desconocen los mecanismos narrativos „conradianos, recordaba Jordá„ que utilizó con impecable maestría Scott Fitzgerald. Al salir de la sala no sé si estaba mareado o amodorrado, pero volvía a tener la sensación del falso heredero que dice estas tierras fueron nuestras, cuando no llegaron a pertenecer ni a su abuelo. Pero al mismo tiempo sonreía, digamos que emocionado, al haber oído y leído, una vez más, las últimas y maravillosas líneas del final de El gran Gatsby: ´Y así seguimos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado´. Sólo por eso, estaba redimido: ya dije que ver las adaptaciones cinematográficas de Scott Fitzgerald „que tanto amó el cine„ era una penitencia.

Mientras cruzaba la avenida recordé a quien iba conmigo que aquellas palabras eran las que figuraban en la lápida del matrimonio Fitzgerald en el cementerio de la iglesia de Saint Mary, en Washington. Como una bendición y como una maldición. Como la misma historia del matrimonio Fitzgerald. Porque con El gran Gatsby pasa algo parecido a lo que ocurre con Lolita, de Nabokov. Que siendo novelas técnicamente perfectas, donde nada sobra ni falta, son dos ejemplos de inmoralidad suprema. Gatsby desde la superficialidad y mentira de sus personajes, frívolos y tramposos hasta en lo más nimio, como elementos de un retablo que es sociedad y es historia y es despilfarro. Lolita desde la corrupción individual, no colectiva, del ser humano, disfrazada de humor y amor „cuando queremos decir egoísmo„ y ese amor tanto da que sea por una persona (como es el caso de Lolita) como por una patria (como es el caso de tanto mangante „o irresponsable„ actual), ya que de amor no tiene nada. Sí lo hubo, en cambio, en la vida de Zelda y Scott Fitzgerald: amor, digo y eso se ve muy bien en Suave es la noche, aunque como esos barcos remando contracorriente, la desgracia fuera su precio (se habían casado, por cierto, el mismo día que nací, aunque treinta y seis años antes, cuando hacía una semana que se acababa de publicar A este lado del paraíso y la edición ya estaba agotada).

Pero he dicho que también era un retablo de sociedad y los hay que consideran El gran Gatsby como el mejor libro norteamericano de Historia de esa época. Quizá no exageren y quizá sirva, también, para comprender mejor el preludio del tiempo que ahora nos tiene sumidos en la incertidumbre y la sensación de estar viviendo otro final. Hablo de la novela, desde luego, no de la película, tan mal contada como nuestra propia época.