La política va por otros derroteros, y desde Aristóteles sabemos que el hombre es, lo quiera o no, un animal político. No un animal que se apunte a determinado partido con posibilidades de gobernar para seguir medrando y dando cancha a su mediocridad y mezquindad, eso sería reducir la política a clientelismo y a mero oportunismo, sino que participe y tome decisiones en ese ámbito. Nos jugamos demasiado como para seguir alargando esta agonía, esta farsa mayúscula. Los asuntos públicos no pueden estar única y exclusivamente en manos de los políticos. Está comprobado que los partidos sólo obedecen a sus intereses sectarios. Lo que suele llamarse una oligarquía no confesada. Sin duda, la democracia, tal y como ha funcionado hasta ahora, es un sistema caduco y, más aún, un sistema engañoso. Claro que para participar y tomar decisiones en los asuntos públicos y que nos conciernen, ahora más que nunca, hay que cambiar de registro, sacudirse la pereza y la desidia y no conformarse con que el partido de turno resolverá los problemas. Eso sí, no basta con reunirse y manifestarse, actos éstos propios de una conducta automática, deudora de los viejos tiempos, sino que hay que leer mucho y prepararse y, sobre todo, ceñirse a unos objetivos muy concretos. Sin barullos ni precipitación, propios de la desesperación. Un movimiento lento y seguro, de largo aliento. Los políticos esperan y desean, justamente, que tales movimientos sean tan sólo arrebatos, brotes de furia que se disuelven como un azucarillo. Eso es lo que desean. Y cuidado con la revolución o con hincharse la boca con esa gran palabra, pues también sabemos que las revoluciones han acabado por reproducir los mismos perros aunque con collares distintos. La rabieta por sí sola conduce al agotamiento si no hay nada serio que la sustente, un conocimiento de las leyes y los mecanismos de organización.

Se habla de revolución ética. Casi nada. A raíz de esto, me viene a la memoria lo que María Zambrano llamaba razón poética. Con la pasión sola tan sólo alcanzamos la ebriedad, la ceguera y, por tanto, la injusticia. Con la sola razón, no alcanzamos el amor, la compasión, nos quedamos en la mera abstracción y, por tanto, también en la injusticia. De ahí, el término razón poética, esa unión fructífera entre pasión y razón, dos fuerzas fundamentales a la hora de encarar cualquier empresa. La sociedad civil está dando muestras de un estoicismo admirable, de una fuerza de resistencia que va más allá, a veces, de lo comprensible. Al no haber una alternativa clara y contundente al sistema imperante, a esa democracia falsaria, aún hay miedo y prudencia, aunque se apuntan frentes, modos distintos de entender y practicar esa tarea tan denostada denominada política. Estos sujetos, llamados representantes del pueblo, y que no son más que representantes de sí mismos o a lo sumo de sus respectivas sectas políticas, véase partidos, se han dedicado a deteriorar una actividad, la política, que tan necesaria es. De ahí, el desapego, el hartazgo, la abstención en crecimiento y, en definitiva y dicho en plata, el odio que generan sus mentiras, sus atropellos, sus corrupciones, su falta absoluta de vergüenza, que es lo mínimo que podrían tener, un sentido radical de la vergüenza. Ya no se trata de ideologías. Este frente cívico está formado por personas que descreen con motivo de las falacias repetidas por los políticos, digamos oficiales. La democracia oficial, por tanto, la falsa nos trata como electores, como números que pueden servir para engordar sus cuotas de poder, en fin, como ganado. Somos su provecho, su material, sus garbanzos. Si para la Banca somos cifras, para la democracia oficial no somos más que posibles votantes. En definitiva, también cifras. El frente cívico es un frente calmado y muy leído, firme y de largo recorrido. A pesar de la tentación de la violencia, hay que aferrarse al civismo. No hay que perder la elegancia. Una elegancia sumamente crítica y creativa. En fin, dejar en evidencia la poca elegancia del político. No quedarnos, en definitiva, apoyados en la barra del bar y dedicarnos a repetir la cantinela de siempre como si fuésemos los últimos borrachos del último bar de la última ciudad. Ya sé que tiene poética el asunto. Despotricar es demasiado fácil como para ser una práctica eficaz. Con la mera embestida no vamos a ningún lado. Tiene que ser, cómo diría, una embestida ilustrada.