Esta pasada semana, el exministro José María Maravall, uno de nuestros sociólogos políticos más brillantes, publicaba un artículo en el que denunciaba la elevada desigualdad de la sociedad española „según Eurostat, somos el país con mayor desigualdad en la UE: los ingresos del 20% más rico de los españoles son 6,8 veces superiores a los del 20% más pobre„ y ponía de manifiesto que los países que con más rigor han cumplido la regla de la estabilidad presupuestaria desde 1999, Dinamarca, Suecia y Finlandia, los tres mucho más igualitarios que España, han mantenido un gasto público que en 2011 representó más del 50% del PIB. "Es decir „puntualizaba„, Gobiernos con economías muy competitivas alcanzaron el equilibrio fiscal mediante un gasto público y unos ingresos fiscales simultáneamente altos".

Esta evidencia desmantela la tesis de que el pacto de estabilidad, hacia el que debemos dirigirnos inexorablemente, nos obliga a reducir singularmente el gasto público como única opción. Es decir, aquí se engaña al público al deslizar la tesis falaz de que el desmantelamiento de nuestro estado de bienestar es consecuencia irremisible de la crisis. Porque, como escribe Maravall, "el programa de estabilidad que acaba de presentar Rajoy prevé que el gasto público se reduzca hasta un 38% del PIB en 2015, y que la recaudación fiscal sea aún más anémica". Y resulta que "un estado así no podrá cumplir con las obligaciones de atender a las necesidades de sus ciudadanos".

Se puede entender que la primera reacción frente a la crisis, que provocó el estallido de la burbuja y el hundimiento del sector construcción, fuese la de contener el gasto público mediante medidas coyunturales del estilo de las que acometió Rodríguez Zapatero el 12 de mayo de 2010, cuyo tercer aniversario acaba de cumplirse. Sin embargo, la decencia política debería obligar a aceptar tales recortes como una actuación provisional y pasajera, debida al hundimiento de los ingresos por la crisis de un sector económico vital, aplicada en una situación de franca emergencia y adoptada con la idea de recuperar en cuanto fuese posible los niveles de renta y bienestar anteriores a la crisis.

Y, sin embargo, este gobierno ha hecho de la necesidad virtud: el fuerte déficit provocado por la crisis ha sido aprovechado para cercenar con criterios ideológicos el gasto público y reducir los servicios sociales para desembocar en el modelo ultraliberal que la mayoría política postula. Se nos quiere convencer de que para volver a crecer y para conseguir cotas soportables de desempleo es necesario desmantelar lo público, reducir el Estado a la mínima expresión, eliminar los mecanismos redistributivos y cercenar los derechos sociales.

Y esta inexorabilidad es falsa. El modelo de los países escandinavos es la prueba de que semejante tesis es un verdadero sofisma: se puede aspirar con fundamento a edificar un sistema social justo y equilibrado basado en potentes servicios públicos de calidad, universales y gratuitos, patrocinados por un Estado suficiente para garantizar la equidad y la igualdad de oportunidades en el origen. Un sistema moderno, competitivo y eficiente que no tiene por qué renunciar al papel civilizador de lo público, cimentado en una democracia sofisticada que, a la vista de nuestros fracasos, todavía tenemos aquí que perfilar.