La gata de mi vecino ha tenido gatitos. Me llama (mi vecino) para ofrecerme uno. Le digo que no, gracias, que he decidido no volver a tener animales, solo plantas.

-¡Qué pena! „dice él„, me quedaba por colocar este, pero no lo quiere nadie. Habrá que sacrificarlo.

No le respondo ni que sí ni que no, no va a lograr, me digo, implicarme en este desorden moral. Si quiere cargarse al bicho, que se lo cargue, por mí como si se lo come con patatas.

-Tú verás „digo al fin por decir algo.

-La decisión „admite él„ es mía, pero serás tú el que la lleve sobre la conciencia. Yo no tengo escrúpulos. Nací en una granja donde se sacrificaban animales todo el día.

Este vecino ya me colocó hace años un perro con el que tuve, hasta su muerte, una relación de afecto insoportable. Aquel animal tenía una sensibilidad especial para captar mis estados de ánimo y amoldarse a ellos. Era tan humano que sostengo que fumaba a escondidas. El aliento al menos le olía a Camel. Volví a fumar, después de diez años, por culpa de él. Cuando le ofrecía una calada, fingía que no sabía tragarse el humo. Me prestó muchos servicios de orden sentimental que no le había pedido, de modo que lamenté su pérdida en la misma medida en que alegré por ella. Fue una liberación que se muriera y me dejara a solas con mis sentimientos. Sufro mucho por las personas y aquel perro había evolucionado insensiblemente a hombre. Por si fuera poco, acabó provocándome una tendinitis en el hombro por tirar de la correa cuando me sacaba a pasear.

-¿Y ese gato? „pregunto„ ¿de qué color es?

-Negro „dice mi vecino„, un poco enclenque. ¿Te lo paso para que lo veas?

-Ni se te ocurra.

Por la tarde suena el timbre y es mi vecino, con el gato en la mano. El animal me mira, le devuelvo la mirada y comprendemos que estamos hechos el uno para el otro. Yo estuve a punto de ser sacrificado también al poco de nacer. De momento, le llamo gato, a secas, pero a veces me descubro buscándole nombres. O sea, la peste emocional de la que llevo huyendo toda la vida.