A principios de mes, el siempre brillante Melitón Cardona publicaba en estas páginas un artículo titulado "El embrujo de lo público". En él, ironizaba sobre el acierto de Tomás Moro al ubicar su concepción colectivista de sistema político en la utopía ("en ningún lugar") y lo contraponía a la virtud de Adam Smith al asentar su pragmático sistema sobre el concreto ámbito de lo privado. Es cierto que resulta difícil no estar de acuerdo en que las concepciones colectivistas de Moro, Fourier, Marx y tantos otros, jamás se han trasladado fielmente a la realidad. Con meticuloso rigor lo demuestra Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX, al observar que el socialismo real no fue otra cosa que economía de guerra y que en rara ocasión gozó de las características que Marx y Engels atribuían a su sociedad ideal. Sin embargo, sorprende que sí pueda afirmarse tal atributo del sistema capitalista, con mayor razón al recordar los últimos avatares de su traslación práctica.

Desde que Margaret Thatcher y Ronald Reagan extendieran el llamado "consenso de Washington" (privatización, apertura externa, liberalización y desreglamentación) y abandonaran las bases de la política económica de posguerra acordadas en Bretton Woods, el capitalismo global ha degenerado en algo que se aleja muchísimo de la sociedad virtuosa regulada por una mano invisible concebida por Adam Smith. Pues también fue el escocés quien dijo que "ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de los miembros es pobre y desdichada" y, si bien no es la mayor parte, según el Banco Mundial, hoy, el 21% de la población mundial „uno de cada cinco„ vive con menos de un dólar al día, por debajo del umbral de la pobreza extrema. Por eso, incluso Adam Smith concedía en el libro quinto de La riqueza de las naciones que existen fallos de mercado, bienes públicos que el Estado debe garantizar (y que desde el neoliberalismo se trata de privatizar): fuerzas del orden, ejército, sistema jurídico, medidas facilitadoras del comercio de la nación, instituciones educativas, y más ampliamente, "aquellas instituciones y obras públicas que, aun siendo ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son, no obstante, de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo". De ello le convenció su amigo y compatriota David Hume, que diría: "Allí donde los ricos son pocos, estos tendrán que contribuir muy ampliamente a la satisfacción de las necesidades públicas". Sin embargo, aunque vivimos en un mundo en que el 10% de la población acapara alrededor del 80% de la riqueza „los ricos son pocos„, cerca de un tercio del PIB planetario se encuentra en paraísos fiscales y las rentas del capital están sometidas a una fiscalidad mucho menos gravosa que la soportada por las rentas del trabajo. ¿Cuánto tiene que ver todo esto con la libertad individual, la autonomía de la voluntad o la asignación más eficiente de los recursos que propugnaban los economistas clásicos? Muy poco.

Y aun así, el embrujo de lo privado (mal entendido) persiste. Parece que tras el fin de la dialéctica histórica entre capitalismo y comunismo, hubiera de aceptarse el triunfo imperecedero del primero y aplicarlo en su expresión más extrema. Cuando, a mis ojos, un sistema que sufre crisis estructurales con asiduidad difícilmente puede considerarse un modelo a seguir. Sin retrotraernos, sólo desde los noventa: "efecto tequila" en México, los tigres asiáticos, en Rusia en 1998, en Brasil un año más tarde, el "corralito" en Argentina y, después de algunas burbujas, por último, la crisis global. A pesar de esta tendencia, la solución a todas estas crisis fue, ha sido y, si nada cambia, será el siempre fresco aire de la Sociedad de Mont-Pélerin: laissez faire, laissez passer. Por ello, quizá no sea descabellado pensar que tiene de nuevo razón Nouriel Roubini, uno de los pocos economistas que predijo la crisis, quien sostiene „no sin sorna„ que "Al final, Marx tenía razón: el capitalismo es autodestructivo".

Con todo, sigue resultando asombroso debatir con los adalides de lo privado. A priori desarmados después de que el capitalismo financiero desbocado provocara la peor crisis de la historia, recurren con fe renovada a „parece increíble„ exactamente los mismos argumentos. Lo cierto es que tal obstinación resulta envidiable, pero también pavorosa. De ahí, querido Melitón, que considere más embriagador, aborrecible y, sin duda, mucho más en boga, el embrujo de lo privado.