De joven siempre quise llegar a viejo como llegó José Luis Sampedro. Luego, pensándolo mejor y afinando el tiro, he ido con el tiempo rectificando para concluir que, en verdad, siempre quise ser un joven con la misma lucidez, similar brío y exacto arrojo de los que hacía gala Sampedro. Sus verdades claras y afinadas hicieron mella en muchos jóvenes. Su capacidad de indignación era proporcional a su demoledora capacidad de análisis. Cuando el pensamiento se hacía algo perezoso y comenzaba a dar síntomas de agotamiento, dispuesto a entregar las armas al contrario, entonces surgían intelectuales muy vitales, de la misma estirpe de Sampedro, que nos cogían de las solapas y con cariño y tensión al mismo tiempo nos incitaban a seguir pensando, a seguir criticando, a seguir atizándole fuerte a cualquier tentación de sumisión y confort. Un hombre que siempre mantuvo la tensión intelectual, que articuló un pensamiento muy juvenil, siempre atento a cualquier abuso de poder y mengua de vitalismo en una juventud que, en muchos casos, ha dado sobrados ejemplos de pensar y actuar como si en realidad estuviese afectada de vejez prematura. Mucho más profundo que su prologado Stéphane Hessel, José Luis Sampedro no se dejó achantar ni ablandar por la edad. Los años no le hicieron más tibio con las injusticias. La vejez no le convirtió en un ser sin arrestos. Todos quisimos tener un abuelo así, con quien hablar y discutir largamente, incentivados por un discurso que alimentaba la disidencia, entre el rigor y la pasión. Ante la crisis, que él, más que económica, consideraba moral, se formuló tres preguntas muy concretas cuyas respuestas se podrían matizar pero, en resumen, se podrían dar por válidas. 1) ¿Quién provoca la crisis? Los banqueros. 2) ¿Quién la supera antes? Los banqueros. 3) ¿Quién gana mientras los demás pierden y están en el paro? Los banqueros. Sampedro era de los que pensaban que la obsesión por el dinero, la institución del dinero como único Dios, sólo podría conducir a la catástrofe y a la degradación ética. Ojo, dijo obsesión y no necesidad. La necesidad del dinero no se discute. El problema es la obsesión, la veneración. Y ahí están los resultados. Sampedro quiso morir sin pompa, de la forma más sencilla, sin levantar la voz. No ha necesitado la tranquilidad que proporciona Dios a los creyentes para morir en paz, como un río que desemboca en el mar. "Ya siento la sal", confesó en una entrevista que concedió hace dos años. Con esa fluidez del río que se deja llevar hacia el océano. A él no le gustaría, pero podemos sin rubor afirmar que fue un sabio. No un sabio distante e imperturbable, de eso nada. Un sabio al que le corría la sangre por las venas, que pensó y sintió como no sentimos los jóvenes y los más maduros. Repasar algunas de sus declaraciones, volver a echar un vistazo a alguno de los vídeos siempre resulta tonificante y esperanzador. A pesar de las posibles discrepancias que puedan surgir, el trato con él resulta un revulsivo intelectual y, sobre todo, vital. Un hombre que pensó con el corazón en la mano y que pronunció verdades que siguen ahí. Verdades que rozan el tópico, pero es que hay tópicos que nunca han triunfado y no por eso hay que pasarlos por alto. Con el tiempo, uno dejó de atender a Sampedro, más que nada porque la tentación de cierta pedantería y de cierta sofisticación intelectual no parecían casar con aquellas verdades casi puras, por poco elaboradas. Era una travesía necesaria, un olvido siempre entre comillas o entre paréntesis. De repente, el tono casi bíblico del escritor y economista, se nos hizo incómodo, demasiado simple y directo. Había que hacer este viaje, tomar las desviaciones pertinentes, no dejarse embaucar por la vehemencia de un señor de barba blanca que, en efecto, parecía tener razón, pero con ello no era suficiente. Ese hombre que en un principio nos encandiló y nos convenció por sus principios, para luego alejarnos de él, y más tarde retomarlo en su justa medida, acaba de zambullirse en el mar de forma discreta. "Ya siento la sal". Podría ser calificado de múltiples formas. Como poeta de la economía, pues nunca abandonó al ser humano en medio de todo este barullo de cifras y abstrusas operaciones financieras. El hombre como pieza clave, como figura que hay que respetar y salvar como si fuera un acto de resistencia. Porque la economía que no tiene en cuenta al hombre no es más que una máquina de castigo y dolor. José Luis Sampedro siempre nos lo recordó.

Ya nos gustaría a muchos haber tenido, siendo jóvenes, la misma vitalidad y lucidez que Sampedro ha seguido demostrando de viejo.