Hace poco leí un artículo de Juan José Millás en El País ("Acosadores e idiotas"), sobre la escabrosa moción de censura perpetrada en el Ayuntamiento de Ponferrada con el apoyo de un condenado por acoso sexual a la concejal del PP Nevenka Fernández. Se pregunta el autor dónde estaban las supuestas feministas cuando Nevenka (finalmente exiliada de su propia tierra) padeció dicho acoso. Y se responde suponiendo que aquellas pensaron "¡Qué se joda, no haber sido de derechas! ¡Qué se joda, no haber sido guapa!".

Como hipótesis no está mal. Lo que me recuerda que no es el único ámbito donde ciertos personajes suelen solazarse en su mezquindad. Pensemos, por ejemplo, en los rancios prejuicios enquistados en sociedades éticamente atrofiadas, que acechan a quién se atreva a contravenir lo estipulado por la hipocresía "bien pensante" (de golpes en pecho y doble vida). Entre las víctimas más habituales: quienes después de un primer matrimonio equivocado deciden darse (a sí mismos, y a sus hijos si los hay) otra oportunidad de construir un hogar feliz junto a un nuevo cónyuge. Lo cual, como exponía un reciente artículo de Ana Valls en el Magazine de Diario de Mallorca, titulado La otra cara de las madrastras, ha llevado a la tradicional lapidación social de esta figura, cuya realidad no obstante es en general bastante desconocida (como la de muchos padrastros; aunque hoy me centre en aquellas). Y es que a quien todavía crea (o venda) que el vínculo genético es requisito infalible „y sine qua non„ para el verdadero amor hacia los hijos, le convendría leer Aurora de sangre (o ver la película dirigida por Fernando Fernán Gómez, Mi hija Hildegart), sobre un hecho real: el asesinato de la joven Hildegart Rodríguez Carballeira. O recordar casos recientes (alguno todavía sub iudice) de desaparición y probable muerte violenta de niños muy pequeños a manos, presuntamente, de quien menos debía esperarse.

Porque lo normal es que los progenitores genéticos quieran a sus hijos. Pero la experiencia personal y profesional nos demuestra con creces que quien no es buena persona nunca podrá ser buen padre ni buena madre (algo imperdonable, porque los hijos vienen a este mundo sin que nadie les pregunte primero). Y lo mismo, a la inversa, puede aplicarse a la madrastra. Si ésta es buena persona, si es responsable, si tiene buen corazón, podrá querer a los hijos de su cónyuge con el amor más desinteresado y generoso que se pueda imaginar. Lo cual no es fácil. Doy fe. Porque estar ahí incondicionalmente para lo que los menores la puedan necesitar en el día a día, pero sin tener la "recompensa" social de ser reconocida como progenitora (asumiendo, además, dicha situación de buen grado: sin pretender ni por asomo sustituir a la madre genética, ni interferir con ella) puedo garantizarles que es emocionalmente complicado y digno de admiración.

Afortunadamente, son cada vez más las familias reconstituidas capaces de vivir con naturalidad estas nuevas situaciones, priorizando el bienestar de los pequeños. Y a su creciente número contribuyen en gran medida todos esos hombres que tras una ruptura (a veces voluntaria, pero de las que otras veces son víctimas: que ya está bien de clichés basados en la ignorancia y la estulticia) no se conforman con quedar relegados a la figura de meros parientes con derecho a "visitar" algunas horas a sus propios hijos; sino que luchan por su custodia compartida, para que los menores puedan convivir con ambos progenitores de forma equitativa.

Custodias propiciadas por jueces cada vez más sensibilizados. Pero cuya obtención también obliga a algunos padres a atravesar auténticas encerronas (en las que tan culpable es quien las ejecuta, como quien las consiente), protagonizadas por individuos/as de los que tiran la piedra e intentan esconder la mano (y de los que habrá ocasión para entrar en más detalles; que la memoria es un lujo y, administrada poco a poco, un auténtico placer).

Me refiero a las zancadillas de alguna presuntuosa JASP (a la que la primera letra del acrónimo va sobrando; y nunca mereció el resto), vergüenza de su, en general, respetable gremio público, y que „con un sentido del humor execrable, personalidad digna de estudio por entomólogos, y un alarde cinematográfico rayano en la memez„ es capaz de burlarse groseramente y a sus espaldas de los padres injustamente alejados de sus hijos.

O a los esquinados navajazos de esos "expertos" que (por haber intimado con cuatro "camellos") subestiman el derecho de familia, venden humo, y abocan al desastre a sus propios e inconscientes clientes.

O a esa conspicua psicóloga de un equipo psicosocial, que paralizó un juicio de custodia compartida durante años para que la custodia exclusiva (que debía ser provisional) a favor de una mujer se consolidara, impidiendo la continuidad de la relación entre un padre y sus hijos pequeños. Hasta que una juez ejemplar puso orden.

Caso real publicado en estas mismas páginas no hace mucho. Por cierto: varias feministas de verdad (mujeres justas, seguras de sí mismas, defensoras de la igualdad entre padres y madres, y contrarias a la utilización de los hijos como moneda de cambio) apoyaron a ese padre. Por eso (parafraseando a Millás en su excelente artículo) me pregunto: ¿dónde estaban las otras, las pseudofeministas de boquilla (con nombre y apellidos, y habituales del sector), cuando se impedía la tan „por ellas„ cacareada igualdad? Ah, ya sé, diciéndose: "¡Qué se joda, no haber sido hombre!". Y regalándonos (para la posteridad) unos aquelarres que ni el del cuadro de Goya.