Lo dijo con acierto y sobrado encanto la cantante Christina Rosenvinge. España no está deprimida, sino cabreada, que es muy distinto. Gracias al cabreo, el país podría tener arrestos para salir del hoyo. El cabreo es positivo para la creatividad. La depresión, sin embargo, nos mantiene varados e impotentes, al borde del precipicio y del suicidio, tirados en un rincón y sin ganas de levantar ni una ceja. Un país cabreado, y España lo es, es un país en general bastante insoportable. Irritante. Sin embargo, en el cabreo hay posibilidad de reacción. Donde hay cabreo, en fin, hay vida. Pero también hay, como dicen, mal rollo y los decibelios suben y suben hasta cotas insufribles. No nos soportamos, pero no estamos deprimidos. Nos robamos la palabra, en un intento bárbaro de no escuchar la propuesta del otro. Hay bronca, pero no encogimiento de hombros ni desidia. La bronca ayuda a activar el pensamiento y favorece la circulación de la sangre, y quién dice si también del dinero. Porque el dinero es la sangre del capitalismo.

No es baladí el asunto éste del cabreo y la depresión, al que se refiere Rosenvinge. Si hay nervio nada está del todo perdido. Mientras el cabreo no nos ciegue y nos paralice. Que el cabreo sea un medio, pero nunca un fin en sí mismo. Porque, por lo visto, el cabreo engancha y uno puede quedarse colgado de la mala leche como quien se queda colgado de la propia Rosenvinge, del tabaco o del alcohol. Los calentones nos hacen más humanos, pero también más bestias. Si alguien pierde la capacidad de enfado, o bien es que está más muerto que vivo y, por lo tanto, su recuperación va a ser costosa y difícil, o bien es que ha alcanzado la sabiduría, el nirvana, la paz. Ah, la gran distancia del sabio. Me apunto a ella, pero todavía faltan muchos kilómetros para alcanzar las cimas de Buda, el desapego del monje. Aunque todo se andará. De momento, vamos jugando con el cabreo, que es un asunto muy nuestro.

En Portugal se respira otro tipo de cabreo, más interior, más sordo, aparentemente más resignado y fatalista. Sin duda, el nivel de los decibelios es mucho menor, y eso el oído y la cabeza lo agradecen. Cada dos por tres hay manifestaciones, pero en las cafeterías pocos se quejan, pocos maldicen. Parecen reservar fuerzas para las grandes ocasiones. España, como dice la cantante, es un país cabreado y, por tanto, todavía en activo, mientras, ya digo, ese cabreo no se quede en simple y vulgar pataleta de carajillo a pie de barra, que es donde se suelen arreglar las crisis mundiales. Un psicólogo de guardia sostendría que al cabreo es menester canalizarlo, guiarlo con sentido común para que dicho cabreo sea productivo y no se quede solamente en mala sangre. Que la rabia, en definitiva, nos sirva como trampolín. Dentro de este cabreo español hay que dejar un sitio preferente a la serenidad, al pensamiento claro y distinto. De lo contrario, la furia nos puede nublar el entendimiento. Como diría un buen ecologista: hay que cultivar un cabreo sostenible. Un cabreo equilibrado, que respete el paisaje y no emita gases contaminantes.

Por ejemplo, a medida que este artículo va haciéndose, uno se está poniendo en situación, es decir, se está cabreando de forma paulatina y, aunque parezca paradoja, también sosegada. Un cabreo contenido. Del cabreo han salido frases memorables y cargadas de sentido del humor, hallazgos que nunca habríamos parido si nos hubiéramos encontrado en fase de placidez absoluta. El cabreo es cosa muy molesta, pero nos sirve para superar escollos, es el instante previo a la iluminación. Vivir en permanente estado de cabreo, por otro lado, sólo conduce a perpetuar la mala baba, la propia y la del prójimo. Pero no olvidemos que del cabreo han surgido golpes geniales e irrepetibles. No es verdad que Portugal, como suele decirse, sea un país en general deprimido. Puede que sea más fatalista y contemplativo, menos sonoro y escandaloso. Tal vez, más sabio, a pesar de los pesares. Y la sabiduría casi nunca da dinero. Siempre se hacen ricos los demás. España, siguiendo la teoría de mi querida Christina Rosenvinge, o es un país eufórico o, de lo contrario, un país cabreado. Entre la carcajada estruendosa y el ceño siempre fruncido, y sin apenas tránsito. Puede parecer caricaturesco, pero ya se sabe la verdad que esconde toda caricatura. Entre el quejío y el cante jondo español y el fado portugués, que es otro modo de lamento, más suave y ondulante, con menos aristas. Y todo esto sin salir de la Península ibérica.