Convengamos que Benedicto XVI fue lo contrario a Juan Pablo II, el Papa que tiró del espectáculo para engrandecer el ecumenismo apostólico. Benedicto XVI ha sido un Papa más feliz estudiando y escribiendo en su gabinete -o paseando por los jardines de Castelgandolfo mientras rebatía según qué tesis hegelianas con Habermas- que convocando grandes movimientos de masas. Se ha dicho que era un Papa intelectual y esto no es cierto. Joseph Ratzinger era -y es- un intelectual que fue elegido Papa. Y en la aceptación de la mitra papal -la renuncia no ha sido más que una consecuencia de eso- está su verdadera grandeza. No al revés. Joseph Ratzinger -y así lo escribí en estas páginas cuando fue elegido- habría preferido retirarse con su hermano Georg a escuchar música, charlar de pájaros, historia sagrada, botánica y teología, y seguir escribiendo. Conocía demasiado bien los entresijos vaticanos para que fueran plato de su gusto. Aceptar -y vuelvo aquí a subrayar la grandeza- fue también su sacrificio.

Así pues, volvamos a Ratzinger, que Benedicto XVI ha elegido retirarse y debemos respetarlo como el gran Papa que ha sido. Joseph Ratzinger es un intelectual católico y para él tanto el método como la responsabilidad y la coherencia -especialmente la coherencia, eso que apenas existe, ni fuera de la Iglesia, ni en ella tantas veces- son dogmas. Quiero decir que cree en ellos -y así lo manifiesta en sus obras- desde el afecto y la lucidez, pero también como un acto de fe. No así algunos de sus actuales panegiristas, que en el pasado no desperdiciaron ocasión para el chiste o desconfiaron sarcásticamente -y así lo escribieron- de su "mirada y gesto de murciélago" (sic) y hoy lo entronizan entre sus repentinos mitos personales. No éramos tantos los que al margen de la oficialidad -o desde el otro lado de ese margen- creímos en él. Como persona; como intelectual; como católico de verdad y como Papa. Pero esto, en la vida, va así y ahora vemos cómo su retirada excita otras glándulas. Hay que escribir de todo.

En mi estudio me acompañan sobre el atril dos fotografías suyas. La primera cruzando en solitario las verjas de Auschwitz; la segunda charlando -mientras sonríen ambos- con el Gran Rabino de Roma, otro hombre sabio. Se mezclan, esas fotos, con un retrato de Shakespeare, otro de Chéjov y un ejemplar de la revista de Cyril Connolly, Horizon. También hay imágenes de las hermosas torres de Toulouse y la basílica veneciana de San Marcos, recortes de periódico y algún recuerdo familiar. En ese atril falta una fotografía de Jünger -uno de mis diaristas favoritos- y si falta es para no mezclar a dos hombres -que admiro- de la misma estirpe y distinta (y a veces opuesta) hermenéutica, aunque con algunos puntos en común. Uno de ellos, sospecho, es el mismo que ha llevado a Benedicto XVI a abandonar el Papado: su insobornable libertad de criterio, basada siempre en la responsabilidad y la coherencia. No en el capricho. Estoy hablando del hombre: el intelectual y el Papa, nacieron de ese hombre en su alianza con Dios.

La elección papal de Ratzinger fue una de las últimas alegrías de mi padre, un hombre que, durante su vida, también profundizó en su fe desde el estudio y el pensamiento. Meses después, mi padre murió. Pero antes, ambos compartimos esa alegría desde presupuestos diferentes y el común denominador del cristianismo (mucho más ortodoxo el suyo que el mío). Él confiaba en el conservadurismo ratzingeriano y yo en su libertad, la libertad que da saber pensar, que es mucha. En la hora de la retirada de Benedicto XVI -que no de Joseph Ratzinger, que continúa lúcido- me he acordado de mi padre, de la conversación que mantuvimos él y yo junto a la camilla. Y he pensado que de vivir, también él habría estado satisfecho de estos ocho años de Papado. Y también él habría sentido ahora, aunque fuera durante unas horas o unos días, una experiencia distinta de la orfandad. En estos tiempos tan difíciles, algo así ha sido el primer sentimiento que tuve al conocer la noticia. Después -y ya desde la esperanza- pensé en la libertad de Joseph Ratzinger. En esa libertad que le había hecho aceptar el peso de la mitra, sabiendo lo que iba a encontrar y con lo que tendría que bregar. Y supe -o creí saber- que si se marchaba era, precisamente, para que aquello que no le gustaba de la Iglesia, no manejara sus últimos años, los más débiles que pudieran sobrevenir, a su antojo. Y volví a alegrarme casi tanto como el día de su elección.