El escritor Sebastian Haffner dijo: "Los alemanes somos los peores saboteadores del mundo". Ese afán de eficiencia, uno de los rasgos más pronunciados del carácter nacional germano, es al tiempo su gran virtud y su gran defecto. "Hacer las cosas en todo momento bien -no importa de qué se trate: una tarea decente e ingeniosa, una aventura o acaso un delito- nos produce un intensa embriaguez viciosa y placentera que nos exime de plantearnos el sentido y el significado de lo que estemos haciendo", censuró Haffner a los suyos en pleno auge del nazismo, cuando él ya veía que aquella eficiencia llenaría los crematorios de Auschwitz.

Este papa, bávaro de nacimiento, ha dimitido porque es alemán. Al igual que sus compatriotas, no soporta hacer las cosas mal, así que lo deja. En este contexto de crisis institucional y económica europea, el vicio de la eficiencia es sin duda una gran virtud. Japón y Alemania tienen el récord mundial de altos dirigentes que han renunciado a sus cargos políticos. En el caso germano, las dimisiones, en la mayoría de las ocasiones, no tuvieron que ver con la comisión de delitos, sino con una posible pérdida de la credibilidad derivada de su situación personal , a consecuencia de desafortunadas declaraciones a la prensa o de actos cometidos por subordinados suyos. En cosas como ésta, la locomotora económica de Europa es también su locomotora moral. En Alemania creen en la eficiencia. En España somos de la resistencia. "El que resiste, gana", dijo Cela como si lo dejase escrito para siempre en el escudo nacional. Por eso aquí nadie dimite. Si Ratzinger fuera de un señor Pontevedra, es un decir, hubiera muerto con las sandalias del pescador puestas.