El universo cotidiano cambia incesantemente, aparecen y desaparecen objetos y personas. También lo hacen los fenómenos de la vida psíquica, nuestros bisabuelos tuvieron angustias y alegrías distintas a las nuestras. La antropología histórica se asocia al estudio de poblaciones primitivas o antiguas, sus culturas, los mitos que los organizan, sus valores y cosmovisiones.

Estas disecciones resultan accesibles ya sea porque son lejanas en el tiempo o lo son respecto a nuestra civilización. Somos observadores curiosos y entretenidos. Es la paja en el ojo ajeno. Pero resulta muy difícil analizar objetivamente nuestra realidad contemporánea que también está organizada en base a mitos, estructuras paradigmáticas, y valores que condicionan nuestra concepción de la realidad.

Más difícil aún es entender las transformaciones que se están produciendo en el momento actual. El desarrollo de nuestro proyecto de vida, nuestros objetivos y prioridades son un efecto de las circunstancias históricas y alguna vez podrán ser diseccionadas y estudiadas como hoy lo hacemos con poblados primitivos o culturas antiguas. Hace ya unos cinco años del comienzo de la crisis.

Se anunció por una serie de cataclismos en el equilibrio financiero, siguió con un descenso imparable del consumo y una retracción histórica del mercado laboral. Sin pausa se fue infiltrando en todo el tejido social y comprometiendo el ámbito individual. Para ser precisos, el concepto de crisis se refiere a un desequilibrio brusco y transitorio, sin embargo hay muchos indicadores para pensar que mas bien se trata de un cambio definitivo.

La psicología clínica detecta el incremento de patologías producto de la interacción entre nuevos patógenos y la vulnerabilidad de algunos individuos. Ante una epidemia viral hay sistemas inmunes que funcionan mejor que otros. La psicología no puede actuar sobre los patógenos, o sea sobre la inestabilidad económica, el empeoramiento o pérdida de las condiciones laborales o el descenso general de lo que se llama calidad de vida, pero si sobre los rasgos que hacen a las personas más frágiles y las modificaciones que puedan minimizar el daño.

Esta semana España superó el 26% de paro, podemos considerar esta noticia un patógeno. Uno de esos rasgos de fragilidad psíquica es el imperativo de control.

Décadas de crecimiento económico y de desarrollo del llamado Estado de Bienestar indujeron la ilusión de controlar el futuro. Esa perspectiva se asienta en la suposición de inmutabilidad. Dicho de otra manera, en que las cosas seguirán siendo iguales y que si hay una crisis es parte de una alternancia cíclica. Por ejemplo, la planificación que una familia de clase media suele contemplar, los recursos para la educación de los hijos y se proyecta hasta la educación terciaria. En el ámbito local, es clásica la idea de completar una formación académica que supone sostener una infraestructura en Madrid, Barcelona o incluso en el extranjero. Todo ello asociado a la idea de que una profesión posibilita el desarrollo de un proyecto autónomo de los hijos.

Sin embargo, este esquema tradicional desde hace unos años está dejando de funcionar. No solo por el debilitamiento de la capacidad económica sino porque una gran cantidad de universitarios con sólida formación, incluso masters y cursos de posgrado llevan años enviando curriculums sin éxito. La vivencia angustiosa de muchas personas se refiere a que con los elementos y perspectivas actuales las cuentas no cierran.

Esa sensación de no controlar la situación actual y/o la futura, genera cuadros de angustia y ansiedad incluidas manifestaciones somáticas, como la opresión precordial que suele confundirse con trastornos cardíacos. El antídoto que permite desactivar ese cuadro tiene que ver con un cambio en los niveles de certeza y previsión lo que supone una reducción substancial del imperativo de control.

Una expresión tradicional inglesa dice I´ll cross that bridge when I come to it. Cruzaré ese puente cuando llegue a él. Se utiliza para aquellas situaciones en que la completa previsión de un proyecto futuro no es posible, entendiendo que las situaciones se irán solucionando a medida que se presenten.

Un ejemplo excelente es el de Steven Callahan, un náufrago que figura entre los record de supervivencia en el mar. El 29 de enero de 1982 su pequeño velero naufragó en las proximidades de las Islas Canarias. Logró rescatar unos mínimos elementos y quedó a la deriva en una pequeña balsa salvavidas a merced de las corrientes y los vientos alisios que soplan en la zona. Pasados los días en que podía esperar un rescate y calculando su movimiento gracias a su conocimiento de navegación astronómica llegó a la conclusión de que la posibilidad de que los vientos lo arrastraran al otro lado del Atlántico y sobrevivir eran casi nulos. Pese a ello desarrolló un trabajo de supervivencia cercano a lo imposible con un empeño por vivir y una ilusión para los que prácticamente no había asidero. Y lo logró. Tras 76 días, el 22 de abril fue rescatado por unos pescadores cerca de Guadalupe.

Esa laxitud en cuando el control de la realidad es imprescindible en la crisis actual, pero también lo ha sido siempre, tanto, como que la certeza de control no es más que un espejismo. Concretamente, aún en épocas de bonanza en las que la realidad se muestra amable, el futuro es incierto. El futuro es un objeto que, dado que la vida misma es finita, no pertenece a nadie.

Es una macabra ironía que la pretensión de los laboriosos egipcios que momificaban sus muertos escondidísimos en las intrincadas pirámides para siempre jamás, resultara burlada por los ladrones de tumbas que saquearon los tesoros y por nuestros contemporáneos que exhiben las momias y sus joyas en los museos.