Es evidente que la Constitución española no prevé la fractura de la unidad nacional. Ello no es una singularidad sino al contrario: salvo en ciertos modelos constitucionales exóticos, como el de la antigua URSS, las constituciones abonan como es lógico la unidad y la funcionalidad orgánica de los territorios que abarcan.

Tampoco el "derecho de autodeterminación" tiene sentido en los Estados maduros. El Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos (aprobado en la sesión XXI de la Asamblea General de las Naciones Unidas, 1966. Resolución 2.200), conocido como "pacto de Nueva York", dice en su artículo 1.1: "Todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación. En virtud de este derecho deberán establecer libremente su condición política y forjar su desarrollo económico, social y cultural". Pero los constitucionalistas, prácticamente sin excepción, consideran que este pacto, al igual que el de derechos económicos, sociales y culturales, beben de la resolución de las Naciones Unidas de 14 de diciembre de 1960, en que se aprueba la Declaration on the Garanting of Independence to Colonial Countries and Peoples, cuyo artículo 2 se considera el acta de nacimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Pero esta Declaración dice en su artículo 6: "Todo intento dirigido a la ruptura total o parcial de la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas". Niega, pues, el llamado "derecho de secesión".

Dicho esto, los constitucionalistas defienden mayoritariamente que, en virtud del principio democrático, si una mayoría cualificada de ciudadanos de un territorio bien caracterizado, administrativamente organizado y políticamente viable, decide fehacientemente efectuar una opción independentista, tendrá derecho a intentarlo y a organizar un plebiscito previa negociación con las colectividades afectadas por ello. En un marco democrático, este proceso encaminado a imponer el "derecho a decidir" deberá ajustarse escrupulosamente al principio de legalidad.

Llegados a este punto en el razonamiento, es comprensible que los nacionalistas, más o menos radicales, pugnen por formalizar este "derecho a decidir", distinto del de autodeterminación, y se afanen, como hizo Ibarretxe, por hallar una vía legal para materializarlo. Pero al mismo tiempo es claro que las fuerzas no nacionalistas, las que se consideran identificadas con el régimen democrático y con sus fundamentos constitucionales, no pueden ponerse de parte de los revisionistas de aquella idea originaria sobre la que se basa el Estado, que goza de toda la legitimidad en todos los sentidos.

Por decirlo más claro todavía, se entiende que CiU y ERC, en la exacerbación de un pobre populismo, reclamen un referéndum soberanista para intentar la secesión de Cataluña, pero no resultaría inteligible que las dos grandes formaciones que estructuran el Estado y que se han turnado a su frente desde la transición, tuvieran alguna condescendencia con este falaz "derecho a decidir" que parece insinuar alguna suerte de opresión o alguna limitación preexistente de las libertades civiles. El PSC, por tanto, no puede adherirse a esta causa vana de la independencia mientras mantenga los lazos con el socialismo español. Y si lo hiciere, el vínculo debería romperse y el PSOE habría de crear una nueva organización sobre la comunidad autónoma catalana.