Solamente pasé unas navidades en El Salvador, a comienzos de los noventa, codo con codo con los compañeros que habían vivido casi en directo el asesinato de Ignacio Ellacuría y demás jesuitas, junto a dos empleadas lacias de su comunidad universitaria. Pero fue tal el revolcón que sufrí en mi espíritu que, sin poder remediarlo, la impronta de aquellos días permanece en mí como parte de mi experiencia humana y creyente.

No es lo mismo contemplar la aparición de Dios encarnado en tierra martirial que aquí, donde tantas veces nos quejamos de la crisis eclesial, además de quejarnos también de la crisis cívica que padecemos sin aceptar márgenes de propia responsabilidad. Allí, tan cercanas sus tumbas, cercana también la de monseñor Romero, uno intuye la relación entre nacimiento y sepulcro, y todavía más, entre evangelio y resurrección.

El misterio de la vida y de la muerte, en El Salvador, se trocaba, sin explicación racional posible, en misterio de eternidad dichosa: Ignacio Ellacuría y sus compañeros estaban vivos y vivientes en la libertad del pueblo salvadoreño y en la paz conseguida con su sangre. La contemplación de sus tumbas significaba contemplar el sentido de la vida de quienes dan lo mejor de sí mismos por la justicia. Morir por la justicia evangélica es Navidad. Es aparición del Dios glorioso y fuerte en las carnes nacidas y destrozadas de su hijo Jesucristo y de los jesucristos actuales, esparcidos por toda la historia humana.

Una experiencia que te sume en la sencilla y silenciosa adoración, en el deseo del compromiso más radical, en la carencia de escrúpulos a la hora de defender al humillado y, en definitiva, en el precio de la fe, que es un amor solidario y esperanzado. Todo esto lo aprendí de verdad allí, cuando me encontraba en los cincuenta y creía que había alcanzado suficiente madurez. Repito: morir por la justicia evangélica es Navidad. Y cada quien sabe perfectamente si muere o no muere por el evangelio y su justicia. Es decir, cada uno es consciente, sin posibilidad de mentirse, si los demás son su opinión prioritaria, como en el caso de Jesucristo, o pasa los días enfrascado en ese egoísmo sutil que acaba por trastocar el nombre de las cosas, por ejemplo, al esfuerzo mínimo, lo llama caridad solidaria.

Pero lo más relevante de la experiencia anterior es otra dimensión de la natividad de Dios en la carne de Jesucristo: ¿qué latía detrás de aquella situación que vivía con tanta intensidad y me hacía descubrir lo hasta entonces sin sentido? Ignacio de Loyola, de una forma casi ingenua y en el texto de los ejercicios espirituales, dice que, llegada la plenitud de los tiempos, la trinidad entera contemplaba la situación humana golpeada por el pecado (una palabra ahora desaparecida por pánico y nada más que por pánico) y movida por la misericordia, decide de "obrar la santísima encarnación". Y más tarde, en la contemplación del nacimiento, punto de llegada de la encarnación, añade: "y todo esto para morir en cruz", como espantado ante el porvenir que le espera a ese pequeño niño del pesebre. Ignacio invita al ejercitante a que reflexione sobre tanto misterio y después sobre sí mismo "para sacar algún provecho".

Ambos textos, los de la encarnación y nacimiento, mueven al santo de Loyola a convertirse en un "contemplativo en la acción". Lo que más tarde hará que Ignacio Ellacuría hable de los "crucificados de la historia", y el pueblo salvadoreño anuncie a "monseñor Romero resucitado en el pueblo salvadoreño", en una feliz repetición de palabras y de sentido. Contemplar el amor de Dios trinidad que nos entrega lo mejor que tiene en Jesucristo encarnado y nacido de María, es contemplar la justicia navideña, antes comentada, como resurrección, como esperanza, como libertad. Porque Jesucristo, en Belén, nos regala una alegría que nadie nos puede quitar: Dios está con nosotros en aquel pequeño niño, quien, junto a la justicia, incluye la humildad del pesebre.

Tal es la política de Dios, su forma de introducirse en la sociedad humana como Dios trinitario que crea, que salva y que plenifica. Y toda otra visión normativista, tan a la moda, por mucho que tranquilice conciencias pacatas, destruye este misterio político de Dios, manifestado en justicia y en humildad. ¿No estamos celebrando el Año de la fe? Pues creamos como el evangelio, Ignacio de Loyola y mi limitada pero objetiva proponen: celebrar esa fe con una alegría inmensa porque tenemos a nuestro lado al niño de la gloria que se abre camino salvador por medio de una política evangélica justa y humilde. No necesitamos nada más. Solamente, tras escuchar la solemnidad de la Sibila, adherirnos a él en la eucaristía, a los pies de los demás, y experimentar el gozo de que, a pesar de nuestro permanente egoísmo, podemos resucitar a la justicia religiosa y civil hundidos en el pesebre de la humildad. Felices días, abiertos a la política de Dios.