La perversión del lenguaje, la manipulación de las palabras y la apropiación interesada de los conceptos se ha convertido en una de las principales formas de corrupción de nuestro tiempo. ¿Se acuerdan del famoso pasaje de "Alicia a través del espejo" en el que Humpty Dumpty impone de un plumazo su autoritarismo lingüístico? "Cuando yo digo una palabra significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos". La corrupción semántica desfigura el sentido de las palabras para que signifiquen lo contrario de lo que quieren decir y se ajusten a los intereses particulares de quien las emplea. Se crean así eufemismos para suavizar la realidad. Es lo que está ocurriendo con la apropiación que el neoliberalismo ha hecho de la palabra "austeridad".

La austeridad nunca ha sido un principio inscrito en el ADN ideológico del liberalismo (o del neoliberalismo actual). Se trata de un término que tiene una notable presencia en la historia de la filosofía moral y de las tradiciones religiosas, donde, en términos generales, forma parte de una opción de vida que la orienta hacia la moderación, el autocontrol, la templanza y la simplicidad. Este tipo de austeridad está cerca, por ejemplo, de la sabiduría epicúrea de disfrutar de las pequeñas cosas ("No hay mayor placer -escribe Epicuro- que beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando se tiene hambre") y lejos de la codicia de Madoff o del suntuoso palacete de Matas. Desde esta óptica, la austeridad es una práctica que no casa bien con los valores individualistas, consumistas y competitivos de nuestras sociedades. Dado el espíritu anticonsumista y antimercantilista de la austeridad, una persona austera tendría que ser declarada poco menos que antisistema por la cultura neoliberal dominante.

Gran parte de Europa se está tragando la amarga medicina de la austeridad prescrita por la misma ideología que causó la crisis. La élite gobernante de banqueros, políticos, tecnócratas no elegidos y medios de comunicación al servicio del neoliberalismo recurre al lenguaje de la austeridad como remedio necesario. "No hay mejor protección contra la crisis de la eurozona que el éxito de las reformas estructurales en el sur de Europa", declaraba estos días a la prensa alemana el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi.

Es fundamental desenmascarar la apropiación neoliberal de este lenguaje. En el contexto actual, los planes de ajuste y austeridad de la troika (FMI, BCE y CE) y el Gobierno no son, como se pretende hacer creer a la opinión pública, una política de racionalización, contención y moderación del gasto público para luchar contra la crisis, sino una forma deliberada de expandir el neoliberalismo. La eufemísticamente llamada austeridad es un componente central de la actual estructura social de acumulación del capitalismo neoliberal, el entramado político-institucional favorable al proceso de acumulación capitalista; una acumulación que, como explica Harvey, se basa en la desposesión de derechos, rentas, recursos públicos y conquistas democráticas a terceros (trabajadores, parados, funcionarios, estudiantes, pensionistas, desahuciados, etc.).

El modelo de austeridad presenta tres características básicas que invocan los principios ideológicos del neoliberalismo: 1) busca afianzar su legitimidad social con el discurso del miedo, de la inevitabilidad y la falta de alternativas. "No hay alternativa" fue la consigna ideológica con la que Margaret Thatcher pretendía convencer de que sus políticas neoliberales eran las únicas posibles. 2) Las medidas de austeridad se adoptan para satisfacer al mercado, visto como solución radical para los problemas económicos y sociales. 3) Es un modelo que elude la responsabilidad individual y promueve la socialización de la culpa y el sacrifico, tal y como lo reflejan planteamientos como "el Estado del bienestar es insostenible" (Aznar) o el manido discurso de que los ciudadanos "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades".

Cada vez es más evidente que la "cura" a base de austeridad está profundizando la crisis en Europa sin resolver ninguno de los problemas que justificaron su adopción. Sus consecuencias sociales se hacen sentir: precariedad, niveles catastróficos de desempleo, aumento de la pobreza, debilitamiento del sector público, degradación de la protección social y, como telón de fondo, destrucción de la democracia keynesiana. El neoliberalismo es a la democracia lo que la carcoma a la madera. Las pretensiones del neoliberalismo pasan por convertir la democracia en una plutocracia usurpadora, en una oligarquía de ricos capaz de imponer su voluntad sobre una masa poblacional desprovista de derechos económicos y sociales y con derechos civiles restringidos, como los de manifestación y expresión. La transformación del Estado del bienestar en curso va en este sentido. El neoliberalismo es hijo de una cultura política que consagró antes el derecho a la propiedad privada que el derecho a la salud.

Una democracia sin contenido social no es democracia; es un régimen de ciertas libertades políticas que por sí solas no garantizan la lucha contra la desigualdad socioeconómica y la pobreza. Nuestra democracia formal permite que en la práctica haya personas que vivan, sobrevivan (y a veces mueran) sin derechos económicos y sociales. Hace aproximadamente un año, el por entonces candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, Newt Gingrich, declaraba que las leyes laborales infantiles eran "estúpidas" y proponía que los niños desfavorecidos mayores de 9 años pudieran trabajar a tiempo parcial. Gingrich reivindicaba sin complejos el derecho a explotar. Los intentos de conciliar democracia y neoliberalismo pueden llevar a la Europa de la austeridad a toda costa al borde del genocidio social. ¿Habrá que volver a los tiempos de Dickens para radicalizar la conciencia de la necesidad de un cambio económico, social y político?

* Filósofo político y miembro del grupo de investigación Política, Trabajo y Sostenibilidad de la UIB