No ha habido sorpresas en la reunión Rajoy-Mas, aunque sí un pronunciamiento bastante claro de Rajoy que no suele ser habitual: el presidente del Gobierno manifestó ayer al presidente de la Generalitat que "no hay margen" para negociar el pacto fiscal que su interlocutor pretendía, y Artur Mas, desde la sede madrileña de la Generalitat, constató que "pese a la voluntad de pacto", Rajoy respondió con una negativa, lo que le obliga a una "reflexión serena, mirar hacia delante y tomar decisiones". El Gobierno, por su parte, emitió una larga nota en que explicó que el presidente Rajoy "ha mostrado su oposición a la propuesta de un concierto económico para Cataluña por no ser compatible con la Constitución Española, que todos los gobernantes están obligados a cumplir y a hacer cumplir". Rajoy ofreció a Mas una intervención activa en la reforma del sistema de financiación, que habría de realizarse en todo caso al final del año que viene, pero éste consideró la oferta insuficiente: "Nos ofrecen lo de siempre, la película de los últimos treinta años. (...) Se ha perdido una oportunidad histórica", dijo Mas en su rueda de prensa.

Esta ruptura largamente anunciada, en la que nadie ha sido capaz de dibujar una vía de escape capaz de impedir el choque de trenes, representa el final de un largo proceso de discordia y el inicio de un viaje a lo desconocido. El proceso de distanciamiento arrancó durante la segunda legislatura de Aznar, cuyo tono arrogante encrespó a importantes sectores catalanes, que se hallaban al fin de una era: Pujol había renunciado a presentarse a las elecciones autonómicas de 2003. La confrontación con Madrid dio oxígeno al nacionalismo radical y Esquerra Republicana, que su nutría de aquella irritación, logró con Carod Rovira una representación sin precedentes en la etapa democrática. A continuación, la formación del "tripartito" mediante el desaforado Pacto del Tinell ahondó en la previa ruptura, y se acometió la reforma estatutaria sin la debida prudencia. El catalanismo político, que había sido una impregnación transversal sin inclinaciones independentistas, también se fue radicalizando, y el desatino estatutario culminó con la cancelación por el Constitucional de buena parte de un texto estatutario ya en vigor, aprobado por los parlamentos español y catalán y refrendado por el pueblo de Cataluña en referéndum. La crisis económica, tras el derroche del "tripartito", ha terminado de caldear los ánimos hasta cristalizar un independentismo estridente que en realidad es un gesto de hastío hacia lo actual y de rebeldía frente a Madrid, que ha seguido mirando el problema creciente por encima del hombro y sin percatarse de su verdadera magnitud.

El viaje a lo desconocido comenzará, probablemente, con una anticipación electoral en Cataluña, con la independencia como programa nacionalista. Obviamente, ello dificultará la lucha contra la crisis, en Cataluña y en España. A continuación, si el nacionalismo obtiene la mayoría, arrancará un largo y disolvente ten con ten que indefectiblemente pivotará en torno a un referéndum. El remoto precedente del "caso Ibarretxe" se perfila en el horizonte, pero esta vez la exigencia tiene más materia y más fuste. Se abre en fin un período sumamente ingrato, que no nos deparará nada bueno. Y es poco probable que, llegados a este punto, se imponga la cordura de reconsiderar la confrontación. Tampoco cabe esperar que surja el criterio de avanzar hacia una reforma federal de la Constitución, que podría dar cabida a todas las aspiraciones. Ojalá, en cualquier caso, que el futuro sea mejor que lo que hoy cabe presagiar.