El día que murió Cristóbal Serra, también murió el escritor argentino afincado en España, Horacio Vázquez-Rial. Ese día estuve consultando la edición digital de los periódicos nacionales y así como el fallecimiento de Vázquez-Rial aparecía en todos, el de Cristóbal Serra -ocurrido horas antes- no aparecía en ninguno. Hablo de periódicos, porque en elcultural.es se publicó una necrológica casi instantánea. Fue el único medio nacional -y no era un diario- que lo hizo. ¿Era su autor algún avezado crítico peninsular? En absoluto: era mallorquín: JM Nadal Suau, cuya tesis en marcha versa, precisamente, sobre la obra de Serra. Comento esas ausencias como metáforas de la relación del mundo con la persona y obra serriana, no porque me sorprendieran en exceso. Lo escribí cuando murió Tòfol y no voy a extenderme: la equivocación -si hablo de literatura española- no está en Cristóbal Serra -que supo hacer de sí mismo un personaje y una obra únicos-, sino en los demás. Pero dejo de lado la literatura y el periodismo peninsulares, para centrarme aquí, donde su muerte ha revelado un afecto tardíamente demostrado en vida por la cultura oficial. ¿Se le quería a Tòfol? Sin duda: todos los que le conocieron y trataron -desde sus alumnos de San Luís del Terreno y los Carmelitas de Santa Catalina, a sus viejos compañeros de Los Paliques (las tertulias literarias que Serra organizaba y capitaneaba), pasando por aquellos que en una época ú otra hicieron escala en su casa-, todos querían a Tòfol, entre otras cosas porque era un personaje que se hacía querer. Y si digo personaje es porque entre su persona y el mundo, Serra necesitó construir un artilugio que le protegiera del mismo. Ese artilugio podía ser descacharrante, agudo, tierno, lúcido, infantil, puñetero, muy inteligente, tozudo, sabio, irónico, histriónico y aún más, y en ninguno de esos momentos tenía uno conciencia de estar asistiendo a una representación. No, Serra no representaba; Serra era. ¿Por qué? Por su originalidad absolutamente inimitable -no sé de nadie que haya intentado imitarle- y porque el mundo -y en el mundo reside eso que llamamos cultura oficial- le era ajeno, no le interesaba más allá de la distracción anecdótica. ¿Quiere decir esto que vivió al margen? No en cuanto a lo literario -su red de corresponsales entre editores y escritores no era, precisamente, pequeña; su trato con los periodistas fue siempre afable; su control sobre aquello que debía tratar de su obra era férreo (si tenías que escribir sobre su libro más reciente, era capaz de llamarte por teléfono varias veces al día durante un par de semanas)-, sí en cambio en cuanto a la celebración y el reconocimiento oficiales de su literatura y persona. Ahí su posición fue marginal. Serra sabía que lo institucional no tenía nada que ver con lo que le interesaba de la vida. Y no sólo no tenía nada que ver sino que se oponía, era enemigo de todo aquello que a él le interesaba de la vida. ¿Pero Serra no fue Premi Ramon Llull y Doctor Honoris Causa por la UIB? Efectivamente, aunque nunca fue detrás de cosas así y su relación con los premios y la cultura oficial era nula. Eso sí: ambos honores le divirtieron y las bromas que hizo al respecto subrayaban esa diversión. Y los agradeció -era un hombre educado- pero nada más. Cuando le dieron el Ramon Llull -premio que tenía entonces cuatro años de vida- Cristóbal Serra tenía 78 años, en fin. Y se lo dio, claro, un conseller culto, Damià Pons, que no admite ni tonterías ni apartheid en cuestión de lenguas literarias en Mallorca. Cuando lo invistieron con el birrete multicolor de la UIB, tenía ya 83, aunque conservaba -lo recuerdo partiéndose de risa con la vestimenta- un humor envidiable. Comparen ustedes con la edad de otros doctores. Ahora y al revés que la UIB, que ha sido impecable, en la esquela oficial del Govern correspondiente al premio, le han puesto Cristòfol, un nombre con el que el escritor -motivo de ser premiado- no firmó jamás y las palabras y los nombres, al menos para los escritores, son importantes. Era Cristóbal Serra. Y era Tòfol -no adecuado en una esquela- y era Cristóbal en su mundo y en su casa, donde ambas lenguas se hablaban con la misma naturalidad y afecto. Incluso podía ser Tòfolet y Tòfolillo cuando hablaba de su infancia o se reía de sí mismo. Las cosas como son, que decía él a menudo. ¿Cultura oficial? En el tramo final de la vida y gracias, encantado de conocerla. Pero su mallorquinidad -Serra, en su obra y manera de ser, es uno de los autores más aferrados a esta tierra y de los que mejor supieron descifrarla e interpretarla- se asentaba también sobre el escepticismo y descreimiento mediterráneos y ambos le salvaban de cualquier desengaño. Quejarse sólo se quejó de su salud e incluso ahí se encerraba la paradoja humorística, porque era -como la vida acabó demostrando- una salud de hierro. Fue un hombre sabio y un hombre que supo hacernos creer que era feliz, haciéndonos felices en su compañía. Y hay una idea que no puedo apartar de mi cabeza desde que ha muerto: el recibimiento que le habrá hecho Paco Monge ahí donde se encuentren los dos. Las risas y la torrencial alegría de espíritu de ambos marcarán época donde estén: que es buen sitio, seguro.