Estamos hartos de la crisis —y de escribir y leer sobre la crisis—. En la mitología clásica hay un personaje poco conocido: un posadero llamado Procusto que admitía en su posada a viajeros, les proporcionaba habitación y les gastaba las mayores barrabasadas que puedan hacerse. Si el viajero era más grande que la cama, lo ataba a los hierros de la misma y le cortaba las extremidades para "adaptarlo" a ella. Si el viajero era más pequeño, lo ataba igualmente y tiraba de sus extremidades hasta descoyuntarlo, para acomodar el cuerpo a la medida de la cama. El posadero —un psicópata desalmado— cuando veía llegar al caminante, calculaba su talla y cambiaba la cama para, por una u otra razón, torturar al viajero que era su gran disfrute. Estoy harto de las noticias económicas, porque parece que —pase lo que pase, nos den el crédito, se tomen medidas que gusten a Merkel, salgamos a la calle o nos quedemos en casa— los ciudadanos somos machacados como el viajero que caía en las garras de Procusto.

Cuento a mi psiquiatra las causas de mi depresión y asiente. Él está igual. Con una semana de vacaciones, juntos pero no revueltos, iniciamos un viaje distinto hacia los escenarios de la Batalla del Ebro.

Qué preciosidad de viaje en moto —cultural, paisajístico, crítico por lo que veo y corrosivo—. El destino es un sitio que fue trágico y ahora es un lugar histórico de obligada visita. La Batalla del Ebro —las más disputada, sangrienta e importante de la Guerra Civil— empezó el día de Santiago de hace 74 años.

La Comunitat Valenciana está rescatada pero, si algo han hecho bien la Comunidad o el Estado, ha sido la autovía por Alcoy que nos une con Valencia ahorrando 20 kilómetros, sin peaje —con varios túneles bien largos, a ver si aprenden quienes gestionan el de Sóller, sin peaje— porque no está el horno para muchos bollos. Tengo que parar diez veces porque mi psiquiatra ha alquilado una scooter y su velocidad de crucero es la de una anciana —tipo mi abuela— pedaleando para subir el puerto de Albaida. Afirma lo evidente, parece un ministro de economía cuando habla de ruinas y solemniza lo obvio: no tengo prisa. Y aunque la tuviera, con esa moto alquilada, pasar de noventa es un sueño delirante que él entiende a la perfección porque para eso es psiquiatra.

Entramos en Valencia por Albaida, Aielo de Malferit —el pueblo de Nino Bravo— y Xátiva. Descendemos a la huerta del Júcar donde los nombres de los pueblos me recuerdan todavía a la riada de la presa de Tous en el 82. Es una faena ser tan viejo, no poderme jubilar y acordarme de aquella noche infausta en que se desataron las compuertas del cielo sobre Gavarda, Cárcer, Sumacarcer€, y otros muchos pueblos que amanecieron bajo las aguas. Trabajaba entonces en la cárcel de Fontcalent y me costó Dios y ayuda, con un 133 de segunda mano, cruzar el barranco de las ovejas que bajaba amenazante. Veo, mientras atravieso la provincia de Valencia algunas huellas lejanas del último incendio bestial que ha sufrido. Paro a desayunar y a esperar al psiquiatra y ambos coincidimos, hay que capar a los incendiarios, única pena corporal que admitimos en el siglo XXI. Más de un delincuente al volante —lo veo pero no puedo soltarme de manos para tomar la matrícula y llamar a la guardia civil— tira colillas y sacude el cigarrillo por la ventana.

Cosa asombrosa: se puede ir desde Alicante, por autovía, sin pagar, en dirección a Barcelona, justamente hasta la puerta del aeropuerto de Fabra. Ahí se acaba la autovía y empieza la carretera con doble sentido. No he visto ningún cartel —"que se jodan"— dedicado a quienes veníamos tranquila y seguramente y ahora entramos a jugarnos el bigote en el calvario de los atascos de camiones.

Paro en la rotonda de entrada al aeropuerto fantasma, espero al psiquiatra que no llega. Está desierto, como sin acabar aunque no hay obreros ni se ve movimiento. No es posible tomarse ni un agua fresca con la que está cayendo. Es un aeropuerto que me recuerda, en su soledad, al hostal de Psicosis. ¿Este es el despilfarro de que hablan y que nos ha llevado a la ruina en que estamos instalados?

Perdón: hay movimiento. Se acerca un furgón blanco con anagramas del ministerio de Fomento. Veo un andamio de tubos y cuatro obreros que se mueven haciendo malabarismos. Entre los andamios adivino la famosa estatua: como una cabeza grande con dos patas, una mano que sale con algo que parece un pájaro y, claro, como no, un avión coronándola. El único que hay en el aeropuerto, de hojalata o de acero inoxidable pero sin motor.

Veo, ya en la carretera de doble sentido, discos que avisan del peligro de animales sueltos. No se me atraviesa ningún animal. Pregunto en una gasolinera, donde lleno el depósito y espero al psiquiatra por enésima vez. Aclaran mis dudas y me dicen: no hay animales salvajes porque se los han comido las aves de presa que se contratan en los aeropuertos para limpiar el cielo y el suelo de bichos que estorben al tráfico. Todo está preparado para que empiecen a aterrizar ahora mismo.

Se acaba el espacio, si puedo, les contaré la próxima semana esa ruta impresionante donde tuvo lugar uno de los dramas más sangrantes del siglo XX.