El choque de sensibilidades se veía venir: tras el cese definitivo de la violencia de ETA, que disfruta de absoluta verosimilitud (de otro modo, Interior no estaría retirando escoltas), la decisión de los violentos de no disolverse ha enzarzado a los demócratas en una polémica sobre el destino de los presos etarras: en tanto el nacionalismo vasco apuesta por una "solución negociada" que se justificaría con le argumento de la paz —de algún modo, el fin justificaría los medios—, otros optamos, seguramente por abrumadora mayoría, por la inflexibilidad: ETA no puede ser interlocutora en negociación alguna con las instituciones y es inimaginable que pueda pactarse con ella una solución colectiva para los presos, entre otras razones porque sería una indignidad y porque lo prohíbe la Constitución (por este orden).

Así las cosas, ante las sutiles sugerencias de que habría que hacer gestos para suavizar el desenlace o de que se debería permitir que la política matizase la estrategia, muchos pensamos que la ley ha de ser, en esto, rigurosa y escrupulosa: la Ley de Partidos debe seguir siendo la hoja de ruta, la disolución espontánea de ETA es innegociable y sólo después de que se produzca, incondicionalmente, podría considerarse la aplicación de medidas de gracia a quienes estuvieran dispuestos a la reinserción.