Como los tiempos son duros, anda uno leyendo cosas amables para distraerse. En los últimos días le he hincado el diente a La guitarra platónica, las deliciosas memorias juveniles de Carlos Garrido, que es uno de esos viejos rockeros que se resisten a pasar. Autor de numerosos libros, Garrido ha rescatado su antigua afición en una época en la que sus colegas juegan al golf y tienen el colesterol por las nubes. Pero lo ha hecho de palabra y obra. Para ello, Garrido no sólo ha escrito estos recuerdos vibrantes que ahora me acompañan sino que además ha persistido en su hábito de tomar la guitarra y pasearse por distintos locales de Palma donde evoca con mucha gracia las aventuras del rockero que fue.

Hay algo emocionante en recobrar las pasiones juveniles a las puertas de la vejez, sobre todo cuando uno se pregunta cómo le recibiría hoy aquel muchacho con su nombre y apellidos que se asomaba a la vida. He aquí una valiosa cuestión que me sugiere la lectura. Yo no tengo las cosas demasiado claras, pero de algo estoy seguro. El gamberro científico que fui en la adolescencia estaría encantado de ver el bicho en que me he convertido. A diferencia de muchas personas que conozco, se reconocería en él plenamente. Es cierto que hay cosas que le llamarían bastante la atención. Me diría, por ejemplo: "Hey, tío. Te has quedado calvo, jo, jo ¡Con las melenas que tenías¡ ¿y esa barba blanca? Pareces un papá Noel recién esquilado". Me diría cosas así. O bien: "Joder, chaval, con lo vago que eras y te has vuelto un currante. ¿Se puede saber qué haces trabajando diez horas diarias? Pareces un taxista de Nueva York". También le chocaría mi azarosa vida sentimental: "No entiendo nada. En el cole no te comías un rosco y al final has acabado metiendo más que el resto de la clase junta". Así es. Cosas de la vida, respondería yo, sin entrar en mayores detalles que mi pequeño gran hermano sería incapaz de entender.

Pero en paralelo se reconocería mucho en eso que permanece inalterable: la rebeldía natural, mi desprecio por el poder, la ley y las instituciones, mi hedonismo sin freno, mi amor por los libros, mi pasión por la charla, mi incompatibilidad con la pequeño burguesía, mi defensa de la independencia, mi torpeza para los asuntos prácticos, mi inutilidad para generar dinero, mis malas manos con los chismes electrónicos, la importancia capital de los amigos, el optimismo de fondo, mi fe en la locura, mi ligera tentación a la hipocondría, la conflictiva relación con un cuerpo que habría provocado náuseas a Praxíteles, mi ansia constante de mar, de amor y de música, mi reticencia ante un trabajo fijo, y mi repelús por las corbatas y los relojes€A excepción de las de mi padre. Todo esto y mucho más nació en mi adolescencia. Pero el tiempo le ha dado el grosor de la tranca de un dinosaurio. Y como en el caso de Garrido, ahora es tarde para cambiar.