El ministro de Justicia ha anunciado en el Congreso de los Diputados su intención de reformar el Código Civil para que, en los casos de separación y divorcio, la custodia compartida de los hijos se sitúe en igualdad de condiciones respecto a la custodia monoparental, que en estos momentos se aplica en el 90% de los casos contenciosos. Es difícil encontrar un ejemplo más clamoroso y sangrante de secuestro de larga duración de la clase política perpetrado por grupos de presión radicales de lo más variopinto, respecto a una cuestión aceptada con normalidad por una inmensa mayoría de la sociedad. De paso, nos hemos enterado con treinta años de retraso de la posible inconstitucionalidad del precepto que declara vinculante para un juez el informe de la fiscalía a la hora de determinar el régimen de custodia.

Dudar es una práctica saludable, pero cada vez que escucho los argumentos en contra de la custodia compartida del feminismo radical me lo ponen imposible. La portavoz de una de estas asociaciones hembristas ha declarado que en España los hijos se deben criar con sus madres por una cuestión cultural y de historia. En esa misma línea y sin necesidad de retroceder al medievo, podría reivindicar la condición de las mujeres como tradicionales administradoras únicas de las fregonas y lavadoras domésticas. Delirante. Otra señora ha dicho que no se puede acometer esa reforma sólo porque esté de moda en Europa (una moda que dura ya décadas) y que habrá padres que pedirán la custodia compartida para no tener que pagar pensiones a sus exmujeres, contribuyendo así a la feminización de la pobreza. Reconozco que hay que tener un par de lo que sea para defender este argumento en un país donde los parados y los mileuristas constituyen casi el 80% de la población en edad de trabajar. Estas y otras barbaridades demuestran, entre otras cosas, que la custodia compartida está sometida por algunos a un exhaustivo escrutinio a priori que en ningún caso se aplica a la custodia monoparental.

Si lo anunciado por Gallardón sale adelante se podrá paliar otro de los absurdos de este país tan original en el que vivimos, porque el futuro de un niño de padres separados depende en estos momentos de si éstos se casaron en Soria o en Zaragoza. Lo que históricamente se circunscribía básicamente a una capacidad para legislar sobre cuestiones sucesorias o del régimen económico del matrimonio, hoy afecta a las posibilidades de convivencia de los hijos con ambos progenitores tras un divorcio, en unos de los ejemplos más surrealistas de las consecuencias de nuestro Estado centrifugado.

Casualidades del destino, en las mismas fechas el Tribunal Supremo ha anulado por primera vez una sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Palma, y ha establecido un sistema de guarda y custodia compartida al considerar que es la medida "más normal" porque permite que sea efectivo el derecho que tienen los hijos a relacionarse con ambos progenitores. La sentencia de casación es insólita y desde el punto de vista estrictamente jurídico no tiene desperdicio por el varapalo que reciben tanto la Audiencia Provincial como el juzgado de primera instancia. Pero yo me quiero detener en una cuestión distinta. Otra de estas rancias feministas se mofaba hace unos días de los defensores de la custodia compartida como si fueran una especie de frikis, porque sólo el 10% de los padres la solicitan. No es de extrañar. A día de hoy, embarcarse en una aventura judicial como esta y de final tan incierto supone casi un acto de heroísmo. La odisea no es apta para cualquiera, no sólo por motivos económicos, sino por el tremendo desgaste emocional que conllevan unos procesos judiciales que se prolongan durante años, cinco en el caso de la citada sentencia.

En este sentido, hay que celebrar la firma por parte de la consellera de Salud, Familia y Bienestar Social y el juez decano de Palma, del protocolo de mediación familiar intrajudicial para impulsar este método de gestión pacífica de los conflictos, evitando así la apertura de procedimientos judiciales. Esta es la única vía para desmontar el corrosivo tinglado montado en torno a demasiados litigios familiares para favorecer la bronca y el enfrentamiento, nunca el acuerdo. Sería injusto no reconocer aquí el papel estelar, aunque repugnante, de determinados abogados de familia cuyo nivel deontológico sitúa sus despachos profesionales en las mismísimas cloacas del derecho.