Genio y figura de Rajoy, hasta después de la sepultura. En la hidalga actitud del Gobierno, aunque el abyecto Financial Times insiste en tildarla de kamikaze, España decidirá las condiciones de su rescate, de la misma manera que el paciente que ha sufrido un infarto le dicta al cirujano los pasos de la intervención quirúrgica de urgencia. Y por supuesto, le exige al médico que no derrame una gota de sangre en la sanación de su corazón inservible. Más aún, le conmina a no efectuar la mínima incisión en el cuerpo que alberga el órgano dañado. Entre el Cándido de Voltaire y el Alatriste de Pérez-Reverte, el ejecutivo del PP no advierte que su negativa irresponsable a reconocer el colapso empeora la enfermedad de partida, además de exteriorizar los comportamientos que la causaron.

Para denigrar la prensa amarilla, se sostiene que equivale a gritar "¡Fuego!" en un teatro lleno. Sin embargo, el periodismo económico de barbas color salmón anuncia a diario el incendio en la sala repleta, sin ser tildado de sensacionalista. Al contrario, es posible que se quede corto. O que llegue tarde al conato, y el edificio entero sea pasto de las llamas. De labios del inefable Montoro, el Gobierno se sumó a la visión apocalíptica de la economía, con mensajes combustibles en los que se denunciaba una extraña conjura entre Europa y las comunidades autónomas, para aplastar las sabias medidas emanadas desde La Moncloa. Según la versión de Rajoy, España no está hundiendo el euro, sino que es la víctima de sus promotores. Entre quienes se encuentra España, con lo cual se accede al resbaladizo territorio de las enfermedades autoinmunes.

Derrochando la improvisación en tiempo real que antaño achacaba a Zapatero, su sucesor y jinete apocalíptico se cayó del caballo. Desde hace unas semanas, la situación del enfermo ha empeorado pero sus manifestaciones públicas son cada vez más arrogantes. En la versión del insidioso Financial Times, oscilan entre "el falso orgullo" y "la estupidez económica", a falta de mayor precisión en el diagnóstico. Repentinamente, el quijotesco Rajoy decidió que no necesitaba auxilios externos, y que desde su pequeño taller repararía la situación doméstica y la internacional. Omitía la evidencia de que España carece de dinero para rescatar a Bankia, y de que todos los impositores están desguarnecidos pese a la promesa formal de garantizarles hasta cien mil euros.

Puede afirmarse lejos de toda exageración que España ha vuelto a asombrar al mundo, sin necesidad por una vez de vestirse de corto y saltar al césped. El dicharachero Montoro vuelve a ser el portavoz de un Gobierno desafiante. Un día se burla de la deuda, amenazando a los acreedores con la incertidumbre de no recuperar su inversión –cuando la ligereza sobre el dinero prestado cebó la crisis–, si no espabilan en los métodos para aliviar las cargas españolas. Pocos enfermos ingresan en la UCI sangrando y con exigencias, pero Rajoy es un caso especial. Está aplicando el unamuniano "que inventen ellos", en la versión actualizada "que nos rescaten ellos". Si saben lo que les conviene.

Todo lo anterior no alberga ni un atisbo de política económica. Se disputa una partida de póker, cansina para el espectador –cuál es la longitud máxima que puede tener una montaña rusa antes de generar un bostezo– y en la que cada jugador conoce de antemano las cartas del rival. Alemania sabe que España pretende sortear los corsés anejos a un rescate, bajo la coartada de que sólo se socorre a los bancos. Una vez más, el enfermo en la UCI le asegura al doctor que seguirá fumando y bebiendo en cuanto le remienden la víscera, y le recrimina sus intentos por mejorar su conducta. Rajoy adopta la postura numantina de costumbre, así sea frente a Camps o frente a Bruselas. Olvida que decide la suerte de otros, y que Europa sabe perfectamente que juega de farol.

Es rescate de los bancos equivale a la intervención de estados, como sabe cualquier persona que en los últimos cinco años haya escuchado la expresión "demasiado grande para caer". El propio Rajoy admitió la equivalencia, cuando excusó el dinero aportado a Bankia en las devastadoras repercusiones que tendría su quiebra. El Gobierno amenaza como Sansón con derribar el tinglado, y compone un extraño kamikaze. Sí, un terrorista suicida.