Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, en una larga entrevista en The Wall Street Journal del 24 de febrero de 2012: "El Estado del Bienestar está muerto", y prosigue: "aquellos gobiernos que quieran mantenerlo, serán atacados por los mercados". Este podría ser, también, el resumen de la reciente reunión de los dirigentes europeos en Barcelona, blindados hasta las cejas: todo va a seguir igual, los tipos de interés se mantienen inalterables y las políticas de crecimiento se aparcan. Seguimos instalados en la austeridad: todo un excesivo boato para no decir nada nuevo. Gasto inútil y pérdida de tiempo. El triunfo de Hollande en Francia puede, sin embargo, cambiar esa tónica. Seamos cautos, que uno ya no está para ingenuidades. Pero esperemos que, en efecto, algo se mueva. Mientras todo esto sucedía, el Corriere della Sera se hacía eco de un encuentro en Roma. Un grupo de expertos, albergados por Mario Monti y Massimo d´Alema, ofrecían diagnósticos bien distintos a los proclamados en la cumbre barcelonesa: el impulso de medidas paneuropeas de inversión pública, con la inclusión de eurobonos y el fomento del Banco Europeo de Inversiones, una institución todavía infrautilizada en el actual escenario. El inspirador de esta idea es Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, preocupado por la pérdida económica de una Europa que se va hundiendo en una obcecación ideológica que ofrece pocas expectativas. La propuesta se resume de forma sencilla: urge reactivar la demanda.

En efecto, llevamos dos años de estricta y severa austeridad. Los recortes se han erigido en la única base de las políticas económicas, a partir de análisis a mi entender erróneos: se produjeron déficits por despilfarro público, y ahora deben corregirse. ¡Falso! Se generaron déficits por la contracción de ingresos, por la apuesta de los presupuestos públicos por salvar la situación (con inyecciones generosas en el sistema financiero, por cierto, en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Francia), por los impactos letales de la crisis que incrementó las tasas de paro y la caída inversora, de manera que países con superávit (como España: más de un 9% sobre PIB en 2009) u otros que reseñaban cifras nada preocupantes en ese indicador, pasaron a fuertes desequilibrios. Ese es el proceso, y no el inverso, tal y como predican los neoliberales para poder justificar las pesadas y durísimas actuaciones de "ajuste", de recorte: sin eufemismos, hablemos claro. Ante esto, algunos destacados expertos inciden, recientemente, en coordenadas divergentes.

R. Koo, economista jefe del banco japonés de inversión Nomura, en una intervención en la London School of Economics, mantiene una tesis muy diferente a todo ese mantra oficialista de la austeridad, ese calvinismo exacerbado y acrítico. No estamos, dice el experto nipón, ante una crisis fiscal, tal y como se ha diagnosticado desde Europa. La experiencia de Japón, señala Koo, debería enseñar que la enfermedad económica que se padece es una "recesión de balance": una obsesión por reducir deudas que traspasa los gobiernos, las familias y las entidades financieras, en un contexto anémico de la demanda privada. En este escenario, sólo el sector público puede dar un giro claro a la situación: es decir, aguijonear una nítida política de estímulos. Las consecuencias del empecinamiento japonés en la austeridad, desde principios de los años 1990, han sido corrosivas, según el analista: una década perdida de crecimiento, que se señala en la bibliografía más reciente al respecto.

R. Skidelsky, de la Universidad de Cambridge, apunta por su parte que la única coordinación macroeconómica mundial existente se halla en una sola dirección: la de los recortes. Pero, prosigue, no en la reconstrucción de la economía, toda vez que la inversión se ha reducido a niveles anoréxicos. La economía mundial necesita mayores orientaciones a favor de las fuentes internas del crecimiento. Y, en este aspecto, plantea la idea de "crecimiento compacto", que supondría una reforma del sistema monetario internacional, con el objetivo de poner fin a la etapa de profundos desequilibrios por cuenta corriente; otra reforma del sistema financiero (que se ha aparcado demasiado tiempo, diría yo, enfatizándose otras como, en el caso español, la reforma del mercado laboral, que no era tan necesaria); y, en fin, unas políticas macroeconómicas destinadas a impulsar la demanda mundial a corto plazo.

P. Krugman ofrece un panorama similar en su reciente libro sobre la crisis, haciéndose eco de un conocido axioma de John Maynard Keynes: es en el auge, y no en la depresión, cuando es la hora de la austeridad. Dicho de otro modo: en escenarios contractivos, con una flagrante delgadez de la inversión privada, se imponen políticas públicas que resuelvan el problema central y proporcionen la grasa necesaria: la grave falta de demanda, sin preocuparse de manera obsesiva por la evolución de la inflación. Sostiene Krugman: la retórica de que la deuda no puede curar un problema que ha generado la propia deuda es falsa. Cuando los gobiernos se endeudan para crear actividad, los deudores particulares tienen liquidez para sufragar a la vez sus propias deudas. Y volver a consumir. Así pues, el nivel de deuda es el mismo. Pero los problemas económicos se reducen.

En ese contexto, Europa se halla instalada en una obstinación ya patológica. Los datos macroeconómicos de naciones como Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, España (que pueden consultarse en la página web del Fondo Monetario Internacional: en particular, las balanzas de pagos), constatan el avance germánico desde la unión monetaria, y el decaimiento europeo, desde el 2000. Esto no puede eternizarse, con el argumento de la austeridad: los superávits teutones cabe corregirlos, para mejorar las cuentas de los socios europeos y garantizar el liderazgo alemán. Y ello no será posible con la política cerril conservadora de Merkel. Alemania debe girar definitivamente su chip, su mentalidad: de políticos de baja talla, como la canciller (o como su socio galo Sarkozy), más preocupados por una clave "nacional", deberíamos pasar a políticas con visión netamente europeísta, protectora de las conquistas adquiridas tras años de sacrificios, estimuladoras en suma de la demanda agregada. Eso que la bibliografía renovadora más solvente está subrayando. En definitiva, una óptica integradora de la economía y de la sociedad europeas: el modelo social europeo que ha sido, durante décadas, la envidia del mundo.