El Titanic sigue obsesionando, las librerías americanas rebosan estos días de libros sobre el tema cuando se acaba de cumplir el centenario de la tragedia que sobrecogió entonces al mundo y que sigue hoy cautivando nuestra imaginación.

También la National Geographic Society dedica al tema una espectacular exposición en su sede central de Washington, una muestra que coincide incongruentemente con otra dedicada a la cultura de esa casta fanática y retrógada de guerreros, los samurai, que prolongaron la edad Media en Japón durante setecientos años.

La exposición sobre el Titanic muestra las distintas fases del drama de aquel lejano 15 de abril con dos maquetas de enorme tamaño tanto del barco cuando fue botado como de sus restos atormentados, tal como se han encontrado tras partirse por la mitad en el momento de hundirse y haber sufrido luego la violencia tanto de su choque con el fondo del océano como de la enorme presión de una columna de agua de más de tres kilómetros de altura. También hay una espectacular película de animación sobre cómo se produjo el choque con el iceberg y el posterior hundimiento del buque, así como otra en la que expertos como Robert Ballard y el cineasta James Cameron nos hablan del descubrimiento de los restos en 1985 y nos muestran fotografías del estado actual del pecio. La exposición se completa con fotografías de la construcción del barco, de su lujoso interior y de la despedida que se le brindó en Southampton mientras se encaminaba hacia su cita con la historia, mientras las portadas de los diarios de la época daban incrédulamente cuenta del siniestro a medida que se conocían sus pormenores. Finalmente, se muestran un bote salvavidas original y objetos rescatados del fondo marino como un querubín de hierro de un metro de altura que sostenía una lámpara en uno de los salones del barco. Todo revestido de un aura de fantasmagoría difícil de evitar.

Tras ver la exposición y constatar los muchos libros y películas que han tratado y siguen tratando aún hoy la tragedia del Titanic, cabe preguntarse por las razones de este permanente interés que no decae con el paso de los años.

Probablemente la razón primera es la misma tragedia, el hundimiento del barco más grande y más moderno del mundo en su viaje inaugural tras la enorme publicidad que se había dado a su botadura y a las fiestas con las que se esperaba recibirle en Nueva York. El mundo entero sabía de este barco y de este viaje, de forma que su hundimiento en apenas tres horas en las gélidas aguas del Atlántico tuvo un enorme eco mediático en los más apartados rincones del planeta.

Luego hubo detalles que captaron la atención popular a medida que se fueron conociendo las circunstancias de lo ocurrido aquel día aciago, como fue el caso de la señora que abandonó el bote salvavidas para regresar junto a su marido al que no se había permitido abordarlo. Ya se sabe, mujeres y niños primero. Ambos se ahogaron. Siempre el heroísmo de la tragedia individual capta más nuestra imaginación que los centenares de víctimas anónimas, pues murieron en el naufragio el 30% de las mujeres y niños y el 82% % de los hombres, un total de 1.517 víctimas entre las que ¿cómo no sentir admiración por los telegrafistas que seguían emitiendo señales de socorro mientras el buque se escoraba peligrosamente? Por no hablar de los músicos de la orquesta que no pararon de tocar y se fueron al fondo abrazados a sus instrumentos. Son comportamientos que suscitan admiración, que se graban en la memoria y que resisten el paso del tiempo, sobre todo cuando Hollywood los envuelve con una aureola de romanticismo como merece el comportamiento del capitán Smith, que permaneció en el puente hasta el final y se fue a pique con su barco como manda la tradición o la mandaba hasta que hemos conocido el reciente caso del capitán del crucero Costa Concordia. Pero son otros tiempos y ahora el heroísmo ya no se lleva.

Otras razones son menos evidentes y tienen que ver con un mundo que vivía ensoberbecido por descubrimientos tan asombrosos como la electricidad, el automóvil, la telegrafía, el cine, el aeroplano o los fonógrafos. Era una época de avances arrolladores en la que no se veían límites al progreso humano. La Conferencia de Berlín acababa de repartir África entre los europeos mientras Norteamérica descubría su vocación imperial a costa de España cuando la naturaleza, en forma de enorme trozo de hielo, puso repentino fin a ese sueño. El Titanic nos reveló la fragilidad de ese mundo aparentemente indestructible que había nacido en 1815 tras la derrota napoleónica y cuya estabilidad se vería primero sorprendida por la revolución bolchevique para arrojarse pocos años más tarde por la senda irracional de las guerras mundiales que acabarían con la primacía europea. Con el Titanic acabó un iceberg, con el predominio de Europa acabamos los europeos.

La crisis económica actual es el símbolo del final del mundo heredado de la segunda gran guerra con el cambio sistémico que implica el ascenso a primer plano de la geopolítica de nuevos actores alejados del área euro-atlántica. Otro naufragio se avecina si no le ponemos remedio y me temo que en este caso no habría una orquesta tocando hasta el final.