El rey ha sido capaz de atajar inteligentemente el desprestigio de la institución que encarna mediante una bien medida rectificación tras el desafortunado viaje a Bostsuana, del que nos enteramos por el accidente que le produjo una fractura de cadera. La petición de disculpas, planeada por el propio monarca en probable reflexión junto a la reina y el príncipe heredero, pone de manifiesto que la Corona ha entendido que la sociedad civil, de la que es compendio y símbolo, no sólo está afectada por la gravísima crisis económica que la aqueja sino también por una degradación moral creciente que ha cobrado envergadura y visibilidad a través del inefable encadenamiento de casos de corrupción de los últimos años, que ha desembocado en episodios lacerantes como el caso Urdangarín y en claudicaciones indigeribles como la amnistía fiscal. El asueto festivo del rey en medio de esta magmática sucesión de indignidades excitó, como era lógico, la ira de una opinión pública que se siente frustrada, burlada y sacudida por los acontecimientos.

La rectificación, que incluye evidentemente ánimo de enmienda, devuelve a don Juan Carlos la auctoritas tras el desliz. Y permite recuperar íntegro el argumento de que la Corona, a la que hay que atribuir en buena parte la instauración y el desarrollo de la democracia, merece la adhesión que recibe de parte de los sectores monárquicos y también de una mayoría pragmática de ciudadanos que considera, con sabiduría, que la forma de Estado no es cuestión tan relevante que merezca abrir la puerta a una confrontación política de gran envergadura que produciría graves fisuras en la cohesión de este país.

Las monarquías europeas mantienen con altibajos su prestigio y el consenso social que suscitan y, en general, han digerido positivamente los sucesivos pasos modernizadores que han impuesto los tiempos y que también ha comenzado a dar la española. Es probable que también en España haya que abrir un debate sobre el aggiornamento de la jefatura del Estado, que habrá de incluir la rectificación constitucional de la línea sucesoria para eliminar la preferencia del varón y, quizá, un estatuto real que tase ciertos aspectos de la función regia que requieran pautas normativas. Sin embargo, parecería lógico que tal reforma, que es compleja en sí misma puesto que debe conciliar el arcano inherente a la institución con el realismo que exige la política democrática, sea acometida por el heredero una vez que se produzca la inexorable renovación generacional de la monarquía.

Si don Juan Carlos, con su intuitiva personalidad arrolladora, ha sido todavía un rey carismático, cuya figura histórica se sostiene sobre todo por las grandes decisiones positivas que adoptó al renunciar a privilegios autoritarios y someterse a la soberanía popular de una democracia parlamentaria, el heredero Felipe de Borbón tendrá que ser un jefe de Estado profesional y riguroso, capaz de desempeñar a la perfección la escueta tarea constitucional de arbitraje y moderación que le compete por el procedimiento de ser la persona mejor informada del reino y mantener una gran capacidad de sobrevuelo sobre las distintas circulaciones nacionales para aprehender la realidad compleja y convertirse en factor de conciliación, de dinamismo, de integración y de modernización de este viejo/nuevo país, siempre cargado de dudas sobre su propia esencia.