1) Nunca he entendido cómo la elegancia milanesa o el refinamiento veneciano –dos elocuentes muestras del norte italiano– han podido incubar en su seno un producto político como la Liga Norte. Tanto el rostro de Bossi, como sus habituales exabruptos, o su gesto al morder el puro parecen, en principio, incompatibles con una sociedad como la milanesa –recuerden la magnífica casa déco de la película Io sono l´amore, símbolo de lo que digo–. Hay algo buscadamente brutal en la escenografía de Bossi que evoca lo peor del nacionalismo –y lo peor en el siglo XX fue su entusiasta colaboracionismo con el nazismo y el festival sangriento de Yugoslavia–. Y hay también, en ese rostro, la voluntad de retener un pasado, como de chulo de barra o de discoteca, con la altivez y el desprecio de quien se sabe pasado de rosca y está dispuesto a hacer pasar a todos los que pueda –compartan o no sus ideas– por su aro particular.

Cuando pienso en Milán no pienso en Berlusconi –que es otro estridente producto milanés, aunque de distinto estilo–, sino en Stendhal, que se retiró a Milán después de la derrota de las tropas imperiales y la primera abdicación de Napoleón. Desde 1814 a 1821 allí pasó sus días: tenía 31 años cuando llegó y estaba empezando su vida de escritor. Allí publicó su primer libro, Cartas de Haydn, y se enamoró de Angela Pietragrua y de Matilde Dembowski. También frecuentaba a los románticos italianos y se dedicó a escribir una biografía de Napoleón y ese gran libro que es Del amor. En el Milan stendhaliano, Bossi no hubiera tenido lugar.

Con la caída de Bossi, ha caído también su hijo de 23 –que era diputado o algo así, a esa edad– y se han descubierto, dicen, no sé qué alianzas entre la familia y la brujería, como se ha descubierto también que el dinero público servía para sufragar los gastos familiares. No deja de ser otra manera de entender el nacionalismo. Convertirse en reyezuelos de un reino dominable y que los hijos y demás próximos gocen de prebendas que a otra escala no tendrían. Y que cualquier cosa –la mentira la primera– sirva de sostén a todo un sistema que tras una idea idólatra –la nación como tótem y tabú, como Moloch al que todo se ha de sacrificar– suele esconder el beneficio de unos pocos y en ese beneficio anida también la impunidad ante cualquier tropelía. En el fondo es la vieja idea feudal a disfrutar por algunos más de los que la disfrutaron en su época. Como una cuenta pendiente de la Historia: donde estuvieron los que nos sojuzgaban estaremos ahora nosotros haciendo lo mismo.

Eso se nota más en las sociedades que no pasaron por el filtro del Siglo de Las Luces y en las que suele latir de forma silenciosa cierta pulsión oscurantista. La misma que empezó a latir en 1821 cuando Stendhal tuvo que abandonar Milán y largarse a toda prisa a París, no fuera que su liberalismo político y su manera de entender la vida le jugaran, en los nuevos tiempos, una mala pasada. Pero nunca se olvidó del lugar donde había sido feliz y donde se había convertido en escritor. Y así lo dejó dispuesto y además en italiano, para que figurara en su tumba romana: Enrico Beyle, milanés. Vivió, escribió, amó. Su alma adoraba a Cimarosa, Mozart y Shakespeare.

Nada que ver, sospecho, con los gustos del dimitido Bossi.

2) El movimiento y los colores de los peces bajo el mar poseen una magia fascinante. A esa fascinación y su conocimiento científico dedicó sus días Miquel Massutí Oliver, padre de nuestro compañero el fotógrafo Miquel Massutí. En una vida asociada al Mediterráneo, Massutí Oliver también vivió, escribió y amó. De ese amor nos quedan sus libros sobre la pesca, sus ensayos sobre los peces del Mediterráneo, su paso por el Instituto Oceanográfico, sus atlas ictiológicos. No hay, pues, pérdida en quien deja detrás lo mejor de sí mismo y menos aún cuando eso es el espejo de algo que nos caracteriza más que cualquier otra cosa: el mar. De él supo disfrutar –y enseñarnos– tanto su naturaleza, como su ciencia e, imagino, su cocina. Sin olvidar lo que había –lo que hay– detrás de esa naturaleza: cierto fatalismo, el pensamiento que ha regido nuestra historia y una manera de afrontar la vida –y su esplendor– que nace en los presocráticos, culmina en Homero, pasa por los mosaicos romanos, se adentra en el simbolismo cristiano y revive, entre otros, en los paisajes submarinos de Anglada Camarasa, en los frescos de Francesco Clemente, en las acuarelas y la cerámica monumental de Miquel Barceló. Ahí también tuvo su casa Miquel Massutí Oliver.

En uno de sus escenarios pasé yo distintas horas hace tiempo. Ocurre con los que hemos crecido en una sociedad bilingüe –y la palmesana lo es– que hay ciertas cosas de la naturaleza que antes conocemos por su nombre insular que por el castellano. Y es así porque así lo aprendimos en la infancia, aunque en casa habláramos –o no– habitualmente en castellano. Ocurre, por ejemplo, con todo lo referente al mar y la pesca. Su nomenclátor es siempre el mallorquín; el otro viene después y se ha de aprender en el tiempo, si llega a aprenderse. Fue mi caso al traducir al castellano algunas de las novelas escritas en catalán de Mallorca que traduje en mi juventud. Recuerdo una en concreto donde ese nomenclátor tenía la voluntariosa morosidad y vastedad de toda la fauna piscícola mediterránea. Como recuerdo que sin los libros de Miquel Massutí Oliver no hubiera salido con bien del reto, pues de la mayoría de esos peces –que ni siquiera tenían entrada en los diccionarios al uso– sólo conocía su terminología local que es, por otra parte, como siempre he de nombrarlos: tanto en el mar como en el mercado, pues en ese nombre llevan, para mí, su verdadera alma.

Fue en los libros de Massutí Oliver donde también aprendí sus otras almas –de la latina a la española– y todos aquellos pasajes de distintas novelas traducidas por mí, llevaron y llevan para siempre no mi conocimiento sino el suyo. El de sus trabajos y sus días. Los últimos acabaron esta semana; los primeros no han de acabar ya nunca mientras una sola persona acuda a ellos.