Quinientos años después de su muerte, el misterio de Leonardo da Vinci continúa fascinando e irritando a partes iguales. Como sucede con Bach, se ha querido ver en la perfecta geometría de la obra del pintor el velo esotérico de una realidad superior, apta sólo para iniciados. Pensemos, por ejemplo, en la ridícula hermenéutica del novelista Dan Brown o en los interesantes trabajos de la musicóloga alemana Helga Thoene sobre las relaciones numéricas, casi cabalísticas, que se ocultan en las sonatas y partitas para violín del compositor de Turingia. Entre Brown y Thoene se dan diferencias obvias –básicamente porque el primero es un fantoche– y flaco favor le haríamos al artista florentino si redujéramos el secreto de su obra a la irrelevante narrativa de un best seller. Lo decisivo de Leonardo, en cambio, es la asombrosa rotundidad de una pintura que responde a los cánones más elevados de la perfección artística. Su belleza es cegadora, plenamente equilibrada, como si el autor hubiese querido someter al capricho de su voluntad la aspiración a una realidad sublimada. Ahí tenemos, sin ir más lejos, la sonrisa insinuada de La Gioconda, como una ofrenda perenne al orgullo del artista. ¿Qué nos quiere decir? ¿Se trata de un esbozo contenido de la alegría, de una melancolía velada o de la riqueza infinita de la expresión humana? No lo sé. Por eso mismo decía que Leonardo fascina e irrita a la vez; porque quizás la clave de La Gioconda sólo sea el alarde del pintor absoluto, la maestría propia de un genio demasiado consciente de su superioridad. De hecho, nunca logramos saber cuánto hay de auténtico y cuánto de impostación en su obra, cuánto de despliegue de unas habilidades innatas excepcionales –probablemente sin parangón en la historia– y cuánto de arrogancia desmedida. Hablo de la extraña sensación de estar asistiendo a una sobredosis del talento, donde la perfección puede jugar en contra de la pintura, precisamente porque los trazos de la vida son siempre irregulares.

La historia, sin embargo, no abandona a los genios y es indiferente a las tretas de sus críticos. Recientemente, Leonardo da Vinci ha regresado a la palestra pública por un doble motivo: la restauración de La Gioconda bis, obra del discípulo predilecto del artista, que se guarda en El Prado; y el renovado debate sobre la conveniencia o no de perforar el fresco de La batalla de Scannagallo, pintado por Giorgio Vasari en la Sala de los Quinientos del Palazzo Vecchio de Florencia, en busca de la misteriosa Batalla de Anghiari, encargada a Leonardo en 1503, y actualmente desaparecida, aunque podría hallarse debajo de la pintura de Vasari. Sobre La batalla de Anghiari se ha escrito mucho a lo largo del tiempo. ¿Llegó el artista a terminar el fresco o se fue desprendiendo a medida que lo pintaba, víctima de un aceite en mal estado? Y en el caso de que lo hubiera finalizado, ¿cómo se atrevió Vasari a destruir una obra maestra de la historia de la pintura?

La cuestión, en definitiva, es plantearse si con la tecnología actual se puede recuperar el mítico fresco alojado en el Palazzo Vecchio. Un grupo de especialistas, capitaneados por Maurizio Seracini, sostiene que sí, oculto –creen ellos– detrás de un hipotético tabique falso. Otros, son escépticos. ¿Qué hacer? ¿Arriesgarse a dañar la obra de Vasari o jugárselo todo a la caza de la legendaria obra del florentino? Cinco siglos después, el misterio de Leonardo nos persigue como la última servidumbre de su genio.