El día de la manifestación contra la política lingüística del gobierno conservador, me dio un rapto de nostalgia. Entonces traté de recordar cómo era el mundo donde crecí, o más bien, qué proporción existía entre las lenguas que se hablaban y cuál era el vínculo de los ciudadanos con ellas. Para mi asombro el panorama era bastante distinto del actual, y eso que vivíamos bajo una dictadura. Dado que algunos de los personajes que hoy influyen en el tema de la lengua parecen carecer de memoria, trataré de refrescarla. Lo hago sobre todo porque mi historia quizá guarde cierto parentesco con la que pudo vivirse en Mallorca.

En la Cataluña de mi infancia sólo se hablaba castellano en Barcelona y en los pueblos del cinturón industrial habitados mayormente por gentes de fuera. Durante los primeros veinte años de mi vida, no oí emplear el castellano a ningún ciudadano catalán que viviera en los pueblos de interior, por ejemplo, y sólo los camareros o los veraneantes de otras regiones lo hablaban en los lugares turísticos. Dicho de otro modo, jamás oí hablar castellano a un payés, a un pastor, a un pescador, a un cazador, a un médico rural, a la modista, a un cura de pueblo o a una vendedora del mercado. O sea, los individuos que forman el tejido más profundo y antiguo de la sociedad. Digo jamás y sé que miento. Pero sólo en parte. Alguna vez les oía hablarlo, pero les costaba un soberano esfuerzo y lo hacían para comunicarse con los forasteros o bien para los asuntos burocráticos relacionados con Madrid. Unos asuntos, dicho sea de paso, que habrían sido tramitados en castellano con dictadura o sin ella. También recuerdo las burlas que recibíamos los pijitos de Barcelona cuando usábamos la lengua de Galdós para referirnos a un mundo que llevaba siete siglos definido, descrito y recreado en la lengua de Lulio. O de Llull. Gracias a eso comprendí que si uno iba a buscar setas a un bosque de Camprodón no tenía mucho sentido hablar de "níscalo" sino más bien de "rovelló". Porque a los oídos de aquellas buenas gentes la palabra "níscalo" era tan marciana como su nombre latino: el "lactarius deliciosus".

Otro tanto ocurría con uno de mis temas favoritos. Las tías. Si uno se relacionaba exclusivamente con las nenas de ciudad, la iniciación amorosa se desarrollaba en la lengua de Bécquer; pero si uno deseaba ligar con chicas de la comarca, ahí no se podía ir blandiendo una cursilería del calibre "tienes unos ojos preciosos". Porque la carcajada, y hasta el manotazo, estaban garantizados. Lejos de Barcelona, pues, si uno pretendía comunicarse con sus semejantes para vivir y sentirse vivo lo más aconsejable era hacerlo en catalán. Guste o no, esta es la historia que yo viví. Todo lo que ha ocurrido después escapa a mi comprensión, venga de unos o de otros. Sucede cuando la vida se envenena con ideas radicales, oscuros intereses y hasta mentiras. Ni me importa ya quién tiró la primera piedra.