La señora sostenía el periódico con su mano izquierda mientras clavaba su mirada en la imagen de portada. Los dedos enjoyados de su mano derecha tapaban una boca entreabierta por el espanto. En primer plano, una bala ensangrentada recién extraída del brazo de una niña siria, una más de las miles de víctimas del enésimo tirano del mundo que se resiste con todas sus fuerzas a dejar de vivir como dios a costa del pueblo. Las fotografías son el medio perfecto para dotar de realidad a asuntos que de otra manera preferiríamos ignorar.

Escribía Susan Sontag en uno de sus brillantes ensayos titulado "Ante el dolor de los demás", que ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad, y la vieja máxima de "si hay sangre, va en cabeza" ya no rige en exclusiva para la prensa sensacionalista, sino que se impone de tapadillo en todas las redacciones. Desde que comenzó en la Guerra de Crimea de 1853, la cobertura gráfica de los conflictos bélicos ha sido cada vez más exhaustiva, y ha terminado por dar a los militares casi las mismas preocupaciones que los obuses enemigos. La globalización ha contribuido poderosamente a ello, porque cuanto más remoto es el conflicto, cuanto más exótica es la víctima, más dispuestos estamos a horrorizarnos ante la barbarie. La señora de los dedos enjoyados habría podido pisar sin darse cuenta los cartones en el suelo de un indigente justo antes de comprar su periódico, pero sobrecogerse por la mueca de dolor de una pequeña a seis mil kilómetros de distancia es mucho más llevadero que el sufrimiento cercano. Chechenia nos quedaba suficientemente lejos, y nos protegimos durante meses de las imágenes diarias de los bombardeos sobre Sarajevo predicando que aquello en realidad nunca había sido del todo Europa, y apelando por lo bajini al credo musulmán de la mayoría de bosnios, en uno de los ejercicios más asquerosos de cobardía que se recuerdan en la historia de la diplomacia europea.

Ahora vemos a tres marines orinando sobre los cadáveres de talibanes afganos, o las imágenes de crueles vejaciones a prisioneros de guerra, y entonces aparece en nuestras pantallas un psicólogo de Harvard ilustrándonos con una novedosa explicación sobre el estrés postraumático de soldados jóvenes que no están preparados para ir a la guerra, como si los mozos de antes estuvieran más acostumbrados a matar y morir. Pero la auténtica novedad la aportan los smartphones y Youtube. Ya nadie cree, ni siquiera los pacifistas, que se pueda abolir la guerra. Sólo aspiramos a contarla, a conmocionarnos ante la barbarie y a intentar que no queden impunes los actos más crueles de los personajes más sanguinarios, esos en los que no queda ninguna duda sobre quiénes son las víctimas y quiénes los verdugos. Esto se complica con la subida a los altares del ciudadano-reportero, de imposible censura por el poder establecido, y la difusión mundial de sus trabajos como amateur de la información. La secuencia mil veces repetida del linchamiento de Gadafi por una turbamulta salvaje extirpó para siempre de nuestra imaginación la idea de una Libia democrática y civilizada una vez redimida del yugo de aquel déspota alucinado. Una democracia sólo de fotografías.

La potencia demoledora de estas imágenes bélicas conlleva un peligro añadido: considerar la guerra como la máxima expresión de violencia o crueldad humana. Tanzania es un país en paz, pero a unos centenares de kilómetros de los resorts de lujo del Serengueti tres jóvenes fueron capaces de entrar en una choza armados con machetes, amputar un brazo a una niña albina de doce años, y entregar a su madre una garrafa de queroseno para cauterizar la herida y evitar que su hija muera desangrada, para así tener la oportunidad de vender en el futuro otras extremidades de su cuerpo a algún cabrón disfrazado de brujo que se las comprará por quinientos euros. Veo en televisión a esa niña un año después de la tragedia, sentada en el pupitre de su clase, levantando el brazo que le queda para contestar a una pregunta de su profesora y sonriendo al acertar con la respuesta, y me doy cuenta que es imposible que no superemos el drama de los previsibles seis millones de parados y las atrocidades de alcaldes perennes que, sin sonrojarse, nos sacan ahora sus facturas impagadas desde hace ocho años.