La cuestión del llamado copago de determinadas prestaciones sanitarias ha vuelto a merodear esta semana en el ambiente general y en los mentideros políticos. A la opinión pública de las islas le han llegado en pocos días diversos mensajes, en algunos casos contradictorios, sobre una cuestión tan trascendente, no sólo por su motivación económica, sino por su significado, y notablemente sensible por efecto de la condición del servicio público al que afecta.

Si el jueves la consellera de Salud, Carmen Castro, admitía que se está estudiando la posibilidad de aplicar el copago sanitario en Balears, al día siguiente, el viernes, tras el Consell de Govern celebrado en Alaior, en Menorca, el portavoz del Ejecutivo autonómico, Rafael Bosch, sentenciaba que "no se ha planteado ni se estudia la aplicación del copago sanitario", pero dejaba caer que el asunto puede estructurarse "a nivel del Estado español" y entonces, naturalmente, se seguirán las directrices que se marquen desde Madrid. Es el particular juego de autonegaciones, suspenses y correcciones a que nos está acostumbrado el Govern Bauzá. Ha ocurrido con el céntimo sanitario, por nombrar sólo lo más reciente, y puede pasar con el copago.

Todo hace pensar que, por lo menos en Balears, el desembolso parcial, a cargo de los particulares, por acudir al médico o adquirir un medicamento, no será incorporado de forma inmediata, pero no resulta descartable, ni mucho menos, que sea una realidad a corto plazo.

La cuestión que se aborda es trascendental por afectar a un servicio básico esencial que ha costado tiempo, esfuerzo y medios lograr y que, una vez obtenido, resulta irrenunciable. La problemática de los costes sanitarios es compleja por su propia naturaleza y, en consecuencia, ante ella, no valen generalidades ni tratamientos superficiales. Para abordarla con posibilidades de acierto, resulta imprescindible hacerlo desde los matices y complejidades que tan poliédrica cuestión comporta.

La sanidad pública española goza hoy de un reconocido prestigio y solvencia, incluso en el exterior. Es, con toda probabilidad y pese a sus carencias, que las tiene, la prestación social mejor valorada por propios y extraños. No es, por supuesto, un hecho fortuito. Obedece al esfuerzo y a la profesionalidad de muchos. Cualquier corrección o actualización que se haga sobre la situación actual, aunque sólo sea por imperativo o penuria económica, debe partir de estas premisas.

Dicho esto, habrá que reconocer también que la propia Administración muchas veces se ha visto desbordada por la dinámica sanitaria que tiene entre manos y no ha sabido dosificar de forma adecuada los recursos. Más pruebas médicas de las necesarias, más analíticas de las aconsejables. Son algunas de las prácticas que, en las últimas semanas, han sido denunciadas también por unos profesionales que, al mismo tiempo, han llamado la atención sobre el retroceso de una medicina preventiva –ahora impera la defensiva– crucial tanto en términos de salud como de economía.

Con el tiempo, algunos de estos vicios adquiridos han ido calando en la sociedad. Dentro de esta dinámica se explicaría la afición y hasta el abuso en cuanto al consumo de medicamentos. La actual reforma sanitaria, más o menos camuflada, que se está llevando a cabo, debe tener en cuenta todos estos aspectos. La crisis económica, pese a todo, puede ser una excelente oportunidad para reconducir las cosas. En cualquier supuesto, debe quedar meridianamente claro que, antes que cualquier otra cosa, se trata de garantizar el acceso a la sanidad de calidad de todas las personas y todas las capas sociales, de forma independiente a su nivel o posibilidad económica. El copago sólo puede ser persuasivo o un elemento de soporte económico.