La primera vez que oí separar el masculino del femenino en el plural que engloba ambos sexos, fue de labios de un político. Vasco y del PNV, por más señas. Hace de eso muchos años, pero recuerdo que aquel hombre hablaba con voz engolada de ellos y de ellas, y de ellas y de ellos, y las frases se alargaban hasta lo indecible sin añadir ningún tipo de riqueza o matiz que no fuera cierta pérdida de sentido del ridículo. Recuerdo que pensé varias cosas: la primera, como es obvio -o lo era entonces-, fue que aquel hombre hablaba mal. La segunda, que desconocía que el lenguaje es riqueza, pero también economía. La tercera, que si aquel papanatismo calaba, iba a hacer furor, como suele ocurrir con el papanatismo, al que luego se suman teóricos de todo pelaje y hasta acaban viviendo de eso e inventándose una asignatura universitaria al respecto. Efectivamente caló y tanto nos hemos hartado de ciudadanos y ciudadanas, valencianas y valencianos, coruñeses y coruñesas, que dan ganas de ser ceutíes o melillenses -o sea, africanos- para que una palabra sola nos una y designe.

Cuando oí a ese político vasco hablar de manera tan rara -entonces era rara; continúa siéndolo ahora, pero es, por desgracia, más frecuente-, aún no nos había inundado la moda de lo políticamente correcto, aunque empezaban a vislumbrarse sus plumas, como las de los indios en el horizonte. Poco después, aquel hombre comenzó a hablar de sí mismo en tercera persona. 'Que si el consejero dijo, que si el consejero hizo, que si el consejero iba por la carretera, que si el consejero se detuvo a hablar con los campesinos y las campesinas...' Aún recuerdo la pregunta de mi madre, sentada cerca de mí: ´¿de qué consejero habla, José Carlos? Debe ser muy importante este consejero para que todos sepamos quién es sin que lo nombre...´ Nos echamos a reír.

Mi madre era implacable a la hora de juzgar el autobombo. Lo mismo que un titular de periódico o el ladillo de una entrevista: ´¿y esto qué quiere decir?´, preguntaba con sonrisa maliciosa. Y llevaba razón: no quería decir ni lo que pretendía, ni su contrario; simplemente era una construcción abstrusa y pretenciosa, cuando no tontaina y sin sentido. Para ella, que alguien hablara mal lo descalificaba como cargo público. Y cuando oía lo de vascos y vascas, o vascas y vascos, o españolas y españoles, o españoles y españolas, se partía. Para después añadir: ´¡vaya memez!´ y pasar a otra cosa. Recuerdo que en una ocasión en que otro político no paraba con 'ciudadanas y ciudadanos' exclamó con cierto hartazgo: '¿y el citoyens de ´La Marsellesa´ dónde queda?' Y eso que para mi madre, ´La Marsellesa´ era un himno del terror revolucionario franchute. A mí, en cambio, me emociona escucharla: me recuerda Casablanca.

¿Y si adaptáramos Casablanca al lenguaje políticamente correcto, no sexista y todas esas cosas, qué quedaría de ella? A veces pienso que mi generación, pese a ser una generación rara, ha tenido suerte en cuanto a la enrarecida época que le tocó para crecer y hacerse. No sólo no deseábamos separar los sexos en el lenguaje, sino que nuestra intención era unirlos en el lenguaje y donde hiciera falta, que falta hacía. 'Nosotros' era mucho más importante que 'ellos y ellas'. Había que sacudirse el control clerical de las vidas a través del control del sexo y teníamos los medios. No creíamos que las mujeres vinieran de Venus y los hombres de Marte –como empezó a popularizarse después– y mucho menos que el lenguaje cotidiano fuese una agresión –sólo su uso podía serlo, o no– sino que nos interesaba bastante más habitar en Venus y dejarnos de marcianadas. La intensidad natural del deseo y del afán de conocimiento –que a ciertas edades es formidable– hacía el resto.

¿La vida separa? Es posible. Lo hace con ciertos amigos, con los antiguos amores a veces, entre familiares incluso... La vida es a menudo un disolvente. Y la muerte -o su cercanía- hace, también a menudo, de aglutinante. El lenguaje –o mejor, su tratamiento– puede cumplir ambas funciones: la de aglutinante y la de disolvente. Se trata de elegir, como con todo. Hace tiempo leí un ensayo de Brodsky sobre Cavafis –que es, entre otras cosas, un poeta del deseo y del amor– donde el ruso aseguraba que Cavafis había comprendido que el lenguaje no era un instrumento de cognición sino de asimilación y que el ser humano es un burgués natural que emplea el lenguaje para los mismos fines que la vivienda o el vestido. De ahí que todo sea tan lógico en la poesía de Cavafis y lógico quiere decir que las esmeraldas son verdes y los cuerpos jóvenes y bellos y eso hace que aunque su relato amoroso es homosexual, Cavafis sea uno de los poetas más leídos por los amantes heterosexuales. Él no se anda por las ramas como el consejero vasco que hablaba con los campesinos y las campesinas. Al fin y al cabo lo único que permanece son los clásicos, llámense amor, deseo, Cavafis o Casablanca. 'Ellos y ellas' no conduce más que al autismo, que es una maldición, hablando de lenguajes, peor que la de Babel. Y lo más fastidioso: un aburrimiento.