Es indiscutible que los medios de comunicación deben informar sobre el caso Urdangarin en el uso del derecho a la libertad de expresión aunque repercuta negativamente en la imagen de la Casa Real, y, por tanto, en la Jefatura del Estado. Lo que ocurre es que el derecho a la libertad de expresión y a comunicar libremente información veraz proclamado en el artículo 20 de la Constitución tiene su límite, como se establece en el nº4 de este precepto, en el respeto a los derechos reconocidos en el Título Primero de la Constitución, en concreto, en el respeto al derecho a la presunción de inocencia protegido en el artículo 24.2 de la Constitución, lo que exige que la comunicación veraz de los hechos que hayan sido objeto de investigación mediática no deba contener juicios paralelos de culpabilidad penal, ya que la facultad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los jueces y tribunales por imperativo del artículo 117.3 de la Constitución. Cuando los juicios paralelos mediáticos no son avalados por los jueces y tribunales, como en el caso Camps, se ocasiona un desprestigio al sistema judicial, infravalorado por los españoles, y, por consiguiente, al sistema democrático. Personalmente podría citar muchos casos penales en los que he intervenido personalmente como defensor, y otros, en los que después de más de diez o cinco años de instrucción penal y juicios paralelos mediáticos que han hecho pronunciamientos de condena, se han producido sentencias judiciales absolutorias, que, por supuesto, deben ser objeto de crítica , que sólo supone un control difuso del poder judicial, y que es imprescindible para evitar errores judiciales e injusticias irreparables y mantener la confianza del pueblo en una justicia sustraída al control público (STC. 96/1987).

La inmensa mayoría de jueces y fiscales, que no aparecen nunca en los medios de comunicación, son justos no sólo al aplicar la Ley sino en hacer justicia, de acuerdo con la ley, e incluso a pesar de ella, aunque nunca contra ella, con una vocación a la que no regatean esfuerzos y toda clase de sacrificios laborales y personales, y, sobre todo, imbuidos por la más sublime ética profesional; pero hay una minoría de jueces de instrucción, entre los que no se encuentra el instructor del caso Urdangarin, a los que el profesor Alejandro Nieto califica de estrellas o justicieros, "psicópatas cuya soberbia desmedida les instala en la paranoia" que se consideran intocables, que no tienen conciencia de sus limitaciones ni de la modestia de su función. Coincido con Alfonso Guerra cuando, en referencia a estos jueces, ha sentenciado recientemente que "el gran creador del Estado moderno decía que el juez es la boca muda de la ley y solo habla por las sentencias y aquí tenemos jueces que hablan en los periódicos y en las televisiones todos los días".

El Peligro que se corre en el caso Undargarin y, en general, en todas las causas penales con repercusión pública, es que algunos políticos y periodistas continúen instrumentando irresponsablemente el proceso penal cuando se hace la imputación penal en los medios de comunicación, que destruye la presunción de inocencia y ocasiona que la opinión pública pronuncie un veredicto de culpabilidad inapelable. La judicialización de la política, y su reverso de la politización de la justicia, de la que son principalmente responsables algunos políticos, han puesto en serio peligro el derecho fundamental de la presunción de inocencia y el principio más que centenario de "intervención mínima" de la justicia penal. El acoso mediático a Urdangarin, que, por supuesto merece la condena que legalmente corresponda en el caso de que las pruebas de cargo que se practiquen en la instrucción penal y, sobre todo, en el juicio oral, destruyan su derecho fundamental a la presunción de inocencia, se está aprovechando para correr un tupido velo sobre otros casos flagrantes de corrupción perfectamente conocidos.