Erase un tiempo en que Europa pertenecía a tres países. España era uno de ellos. Los otros dos eran Francia e Inglaterra. Ello ocurría cuando en España reinaban Carlos V y Felipe II, en Francia Francisco I y en Inglaterra Eduardo VIII, lo que es tanto como decir que esta época cubrió al periodo de las primeras décadas del siglo XVI hasta los inicios del XVII.

Carlos V había guerreado contra los franceses por el dominio de Italia y pese a la firma de la "Pax Gallia" en 1516, el enfrentamiento sólo terminó con el Tratado de "Cateau-Cambresis" en 1559 después de la batalla de San Quintín ganada por Felipe II.

El siglo XVII, Siglo de Oro de las Letras españolas, coincidió con el siglo de plomo de la política española, tanto en el aspecto bélico como en el económico. La expulsión de los moriscos fue nefasta, culminando una época de despropósitos. Los validos, aristócratas nombrados por los reyes, no fueron aptos para gestionar la ingente labor que aliviaba naturalmente la llegada de toneladas de oro y plata de las Américas pero que se despilfarraban en guerras tan costosas como poco afortunadas.

Tampoco ayudó para nada la boda de Ana de Austria, hija de Felipe III (la protagonista de los Tres Mosqueteros) con Luis XIII, rey de Francia y Conde de Barcelona, que inició una guerra contra los españoles que sólo terminó con la " Paz de los Pirineos en 1659, según la cual España cedía el Rosellón y la Cerdaña, que los Reyes Católicos habían recuperado al haberlas perdido el Reino de Aragón, celebrándolo con su presencia en Perpiñán.

España cedía además el Artois y las ciudades fronterizas con los Países Bajos. Afortunadamente, para festejar dignamente tan gloriosa fecha se acordó en el mismo tratado la boda de Luis XIV con la Infanta María Teresa, hija de Felipe IV, lo que tendría consecuencias bélicas décadas después.

Y así fue como al morir Carlos II sin descendencia, Luis XIV, al recordar su boda con María Teresa, requirió la corona de España para su nieto Felipe, duque de Anjou. Los partidarios del Archiduque Carlos de Austria se prepararon para la guerra de Sucesión, que duró 13 años, exigiendo su parte en la nueva distribución de Europa.

En verdad, Luis XIV, desde el mismo comienzo del reinado de Felipe V, actuó como verdadero dueño de España dando no sólo consejos sino órdenes a su nieto en más de 400 cartas inventariadas desde 1701 hasta 1715. Casó a Felipe V con la princesa de Saboya sin consultarle pero la guerra solo terminó con el Tratado de Utrecht, según el cual España cedía a Inglaterra, Gibraltar, Menorca y lo más curioso, el monopolio de la trata de negros.

El capitalismo británico, me espetó mi amigo sueco de Estocolmo, no dejaba ningún cabo suelto asegurando con esta operación la rentabilidad de los campos de algodón del sur de los Estados Unidos. Un siglo después, le comenté a mi amigo sueco de Estocolmo, Napoleón imitó a Luis XIV, pues si éste cedió el trono español a su nieto, bien podía él atribuirselo a un príncipe plebeyo pero de su sangre. Su hermano José fue el afortunado. La guerra de la Independencia tuvo como consecuencia la batalla de Bailén que obligó a Napoleón a venir a España para recuperar el terreno perdido y actuó ya directamente sin consultar para nada a su hermano.

Los problemas europeos obligaron a Napoleón a abandonar España sin haberla realmente conquistado. Y sus errores, tanto militares como políticos, propiciaron su derrota final. Las Cortes de Cádiz y su Constitución fueron un momento brillante pero breve y complejo.

El duque de Wellington derrotaba al general francés Soult provocando el regreso del hermano de Napoleón a su patria. Algunos oficiales franceses, en su retirada, aprovecharon la ocasión para saquear objetos de arte, gracias a lo cual Europa reconoció el valor de nuestra pintura clásica.

El futuro y funesto Fernando VII recibía el aplauso de los españoles y aprovechó la abdicación de Napoleón en 1804 para imponer su régimen absolutista. A ello se opuso el teniente general Luis de Lacy en una conspiración al frente de su guarnición y con el beneplácito de la burguesía, pero fue hecho prisionero y fusilado en los fosos del Castillo de Bellver.

La actitud de Francia había sido contradictoria. Por una parte, Napoleón había abolido la Inquisición, lo que había sido celebrado por los liberales, y por otra, Luis XVIII nos mandó al Duque de Angulema, con su ejército de los Cien mil hijos de San Luis para conseguir la rendición de Cádiz, la liberación de Fernando VII, que se encontraba prisionero, y el restablecimiento del orden absolutista en toda España.

Ello propició que Goya se exiliase a Burdeos (un siglo después Picasso a París, por parecidas razones) entre muchos otros.

Después de nuestra guerra civil muchos miles de españoles se exiliaron a Francia y con estos antecedentes fuimos de alguna manera considerados como súbditos por algunos franceses.

Francia, por su parte, desarrolló sus capacidades y en el deporte Roland Garros se convirtió en el mejor torneo de tenis en tierra batida del mundo, que Lacoste y otros mosqueteros ganaban un año sí y otro también. En ciclismo, el Tour es indiscutiblemente la mejor prueba ciclista del mundo que Bobet y Anquetil, entre otros franceses, ganaban para gloria de su país. España, en el intermedio, sesteaba.

El drama empezó hace ya más de un cuarto de siglo cuando el Tour lo ganaron los españoles año tras año, coincidiendo con la total ausencia de franceses. Roland Garros era un festín para los españoles.

Sí pero, me espetó mi amigo sueco de Estocolmo, el vaso que colmó la paciencia de los franceses fue que un tenista español con menos de veinte años ganase con mucha maestría a los franceses y después de un total de siete participaciones en Roland Garros, ganase el torneo en seis ocasiones. Hay muchas maneras de ofender pero ésta era la más cruel.

Le Monde dio el pistoletazo de salida al sacrificar a un franco-senegalés nacido y criado en África hasta que Arthur Ashe lo rescató para Francia, sugiriendo que en España sus deportistas lo ganaban todo, en los deportes más populares, a nivel europeo, y también mundial, gracias a la poción mágica. La acusación de dopaje generalizado era tan mal intencionada como falsa pero dio alas a un canal de televisión francés para poner una jeringuilla en las manos de Rafael Nadal para firmar contratos inexistentes y mostrar sus habilidades en una gasolinera de una forma grosera y mezquina. Pau Gasol, Casillas y los deportistas españoles de élite siguieron el mismo camino. El humor fino francés, versallesco en la diplomacia de otros tiempos, ha cedido el paso al humor de sal gorda actual.

En realidad, le dije, si Nadal fuera francés sería Juana de Arco. Y si fuera alemán, me espetó mi amigo sueco de Estocolmo, sería respetado y adulado.

¡Such is life! Le dije, pero no por eso vamos a dejar de tomar nuestro café como siempre.