Escasamente la fecha del 13 de febrero pasado, el Tribunal Supremo acordó dar por conclusa la segunda de las causas seguidas frente a Baltasar Garzón. El auto que puso fin a este procedimiento resolvió el "archivo por prescripción" del delito imputado con causa a la financiación prestada por ciertas entidades bancarias para los cursos que Baltasar Garzón impartió en la Universidad de Nueva York.

La figura jurídica de la prescripción está prevista en el art. 130.6 del Código penal que prevé el transcurso del tiempo como una de las causas de extinción de los delitos. Se trata de una institución de hondo sustento constitucional que se fundamenta en los principios de la tutela judicial efectiva, la seguridad jurídica y el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas. El transcurso del tiempo es causa de exención tanto con un procedimiento abierto innecesariamente dilatado (STC 220/2004), como en el caso de que se haya dejado transcurrir el tiempo sin promover alguna actuación procesal.

También conforme a la Constitución, la función de los jueces y tribunales está sujeta al principio de legalidad. El fundamento democrático de esta función es el de aplicar normas provenientes de los poderes con representatividad electoral. Y por supuesto que, entre esas normas, se incluye el art. 130.6 del Código penal sobre la prescripción. Si no hay pena, no puede haber sentencia condenatoria.

Sin embargo, el Tribunal Supremo viene asumiendo una función ejemplificadora que nadie le ha otorgado. Si un delito está prescrito, la sentencia debería limitarse a constatar esta prescripción sin ninguna otra valoración moralizante y iusnaturalista. Corresponde al juez resolver si hay o no hay delito; pero en ningún caso formular arengas catequistas a quien, por prescripción o por cualquier otra causa, está exento de culpa.

La práctica de dictar sentencias condenatorias por delitos que se declaran prescritos es poco respetuosa con el mandato constitucional. En estas sentencias se incurre en la contradicción de imputar culpable al acusado de haber cometido un delito y, sin embargo, declararlo impune. Y esto no puede ser: Si una conducta es impune, entonces no es delito. Si la prescripción extingue la responsabilidad penal, entonces no cabe nada más que el archivo y la consiguiente absolución jurídica, sin más consideraciones morales.

En el auto de 13 de febrero de 2012 (Ponente Marchena Gómez), la sala de lo Penal del Tribunal Supremo incurre en esta tentación. Declara la prescripción del delito pero describe los hechos imputados a Baltasar Garzón, asegura que son indiciariamente constitutivos de un delito de cohecho impropio; y afirma que si no fuese por el tiempo transcurrido y la prescripción, la causa habría acarreado un desenlace bien distinto.

Quiero subrayar que el criterio que aquí defiendo no responde a ningún prejuicio político y que, por consiguiente, debe predicarse cualquiera que sea el procesado. Advierto de esta circunstancia porque la actual polvareda ha desempolvado alguna contradicción. Los que ahora critican al Tribunal Supremo por la sentencia de Baltasar Garzón son los mismos que elogiaron al Tribunal por la sentencia a Gabriel Cañellas. Y esto tampoco puede ser.

Años atrás, el Tribunal Supremo resolvió el caso Túnel de Sóller mediante un auto en el que declaraba la prescripción del delito de cohecho que se había imputado a Gabriel Cañellas. También en aquel auto cuyo ponente fue el magistrado Martín Pallín, se acusó al imputado de deseos de beneficiarse y aprovechamiento de ventajas políticas.

No puede ser que quienes ahora tan severamente critican al Juez Manuel Marchena Gómez sean los mismos que antaño tanto elogiaron al juez José A. Martín Pallín. No puede ser.

En aquél como en este caso parecería que el Tribunal se mostraría contrariado por tener que aplicar el art. 130.6 del Código penal y estimar la prescripción. Ignora que se trata de una institución fundamentada en los derechos constitucionales del ciudadano; y que, al tomar posesión del cargo, los jueces juran o prometen guardar la Constitución.