Resueltos a acabar con el mito del gordo feliz, dos investigadores de la Universidad de Santiago han asumido la tarea de vincular la obesidad con el cáncer y, lo que acaso sea más notable, indagar en el origen común de esas dos afecciones. Contra la vieja creencia de que lo que no mata, engorda, las pesquisas de los jóvenes doctores Rubén Nogueiras y Miguel López apuntan a la posibilidad de que un mismo gen –el P53– pueda combatir imparcialmente los tumores y el exceso de michelines.

De llegar a buen puerto el estudio en el que se han embarcado, los científicos desmentirían la vieja creencia popular que equiparaba la gordura con la hermosura, según el modelo establecido por Rubens en su retrato de Las Tres Gracias. La línea de investigación abierta en Compostela convalida más bien los actuales cánones estéticos que estimulan la delgadez; pero el propósito va más allá de esa anécdota.

Sabido era ya que la gente oronda tiene muchos más números que la flaca para obtener un premio en el sorteo de ciertas dolencias. Lo que los investigadores tratan de averiguar ahora es el papel que el P53, un gen bueno con nombre de espía, pueda desempeñar como protección frente a la grasa, el cáncer y hasta el envejecimiento. Esa secuencia particular del ADN podría ser la piedra de Roseta que ayude a descifrar el jeroglífico de la enfermedad más temida y, a la vez, las causas últimas de la gordura.

La hipótesis con la que trabajan los científicos en Santiago no puede ser más confortadora para quienes –muy a su pesar– van sobrados de peso. La culpa que generalmente acucia a los obesos no respondería tanto a su glotonería como al resultado de una compleja interacción entre genes y circunstancias ambientales. Su propensión a la gula sería más bien la consecuencia de una especie de intoxicación por lípidos en el cerebro, lo que acaso contribuya a quitarles la sensación de pecado cada vez que se sientan a la mesa. Y no solo eso. Si la investigación obtuviese el resultado que se espera, abriría la puerta a la producción de medicamentos útiles para atacar la obesidad, más allá del habitual recurso al gimnasio.

No se agotan ahí, sin embargo, las bondades del gen P53, que además de controlar el metabolismo ejerce funciones protectoras frente al cáncer, la diabetes, las enfermedades neurodegenerativas y el envejecimiento. La relación entre tumores y vejez había sido estudiada ya por el investigador Marcos Serrano, quien llegó a la conclusión de que bastaba alterar ciertos genes –como el tan mentado P53– para que las cobayas utilizadas en el experimento viviesen más tiempo y sin padecer cáncer. Cambiaría de este modo la pauta generalmente admitida hasta ahora por la que se vincula la senectud con esa dolencia, de tal modo que la obesidad, los carcinomas y el propio envejecimiento formarían más bien parte de un mismo síndrome.

De confirmarse las premisas de la investigación que en distintos campos llevan a cabo estos equipos de científicos, el gen P53 actuaría como una especie de ángel de la guarda del organismo capaz de paliar –mediante las alteraciones oportunas– el daño que sufren las células. La consiguiente prolongación de la vida iría unida al declive de las enfermedades que tradicionalmente se asocian a la mucha edad; y por si todo ello fuera poco, los seres humanos llegaríamos a la jubilación con una figura de lo más esbelta.

Tan prometedoras expectativas se formulan, como es natural, al largo plazo exigido por los protocolos de la investigación; pero aun así no dejan de acercarnos un poco al mito de la fuente de la eterna juventud y al sueño de la delgadez universal. Logros que aún parecerán más notables si se tiene en cuenta que los salarios de los investigadores están lejos de ser gruesos y sus contratos llevan fecha de caducidad a cuatro o cinco años vista. Si además les recortan el presupuesto, el verdadero milagro es que aún sigan investigando.