Para que nadie pueda acusarlo de ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes, el gobierno Rajoy debería emprender dos acciones políticas de calado, de las que realmente cambian esquemas. Una es la adopción de medidas orientadas a acabar con los espacios de impunidad fiscal de la economía española. La otra, abordar de una vez la reforma pendiente de la administración pública. Con lo primero se conseguirían ingresos. Con lo segundo se mejoraría el rendimiento del gasto.

Al hablar del ataque a la impunidad fiscal no nos referimos a los trabajillos sin factura para escamotear unos euros de IVA; este vicio antiguo debe ser perseguido, por descontado, hasta su erradicación. Pero la vía para combatirlo pasa por intensificar la labor inspectora, con apoyos reglamentarios si es menester; no hacen falta grandes cambios de marco. Nos referimos, y los técnicos deben aconsejar sobre los caminos, a la certeza de los mayores tipos fiscales raramente se aplican a las personas que mayores rentas perciben y mejor tren de vida pueden permitirse, sino sobre los indefensos asalariados. Cuando las próximas nóminas incorporen la nueva tabla de retenciones del IRPF, los retenidos van a preguntarse quién se está escaqueando para que ellos deban pagar tanto de más por un estado que cada día les ofrece menos.

En cuanto a la administración pública, cualquier ciudadano forzado a lidiar con ella sabe a qué nos referimos. No, por descontado, al buen trabajo del médico del seguro o del maestro de la escuela del barrio, sino al entramado de complejidades burocráticas que han ido creciendo como en un jardín donde nunca nadie entra a podar, y donde las ramas de árboles y setos han ocupado todo el espacio, entrelazándose hasta formar un muro impenetrable. Se debe entrar con el machete para abrir paso a la luz y al aire, y que la administración sea lo que debe: un conjunto de servicios a disposición de la gente, y no al revés. Para tal objetivo, la exigencia de responsabilidad a quienes están al frente de la administración es un aspecto a desarrollar. Se les debe poder exigir en la misma medida que a los administradores de las empresas, quienes con la ley vigente pueden verse en graves apuros si por desidia, torpeza o imprudencia perjudican a los accionistas. En la administración pública los accionistas somos todos, pero los perjuicios que padecemos por desidia, torpeza o imprudencia del administrador suelen quedar impunes.

He aquí, por lo tanto, dos encargos para el nuevo gobierno. No son fáciles. Estamos hablando de dos sectores muy poderosos, acostumbrados a mandar y a que nadie toque sus privilegios. Además, tienen recursos para amargarle la vida al gobernante que ose desafiarles. Pero en plena crisis, cuando se imponen graves sacrificios a los ciudadanos comunes y se anuncia que van para largo, es incluso inmoral no hacer lo necesario para que ni un euro se escaquee de tributar, ni un céntimo se malgaste por ineficacia.