Hace una tarde gélida. Ya se han terminado las bonanzas de ese invierno que parecía no llegar nunca. Hace un día increíble para estar en la mesa de camilla o en el sillón orejero, con una buena calefacción y un buen libro.

Soy —a día de hoy— director de una cárcel. Soy funcionario del Estado, uno más de esos que clamaban contra Zapatero porque nos bajó el sueldo y porque antes de bajarlo nos lo había congelado. Uno más de los que ha asumido —cabreado— que Rajoy nos vaya a congelar otra vez o que, incluso haya lanzado un aviso a navegantes: preparaos para que os bajen otra vez, porque la congelación más la subida del impuesto sobre la renta es sinónimo de recibir un pellizco menos el primer día de cada mes. Soy funcionario del Estado, uno de esos que lleva bastante más de treinta años cobrando del erario público. En mi caso —alguno lo considerará chulería, sus razones o sinrazones tendrá— llevo más de treinta años cobrando y trabajando. Pienso —una vez más en esta tarde gélida, en la que el invierno ya ha enseñado las uñas— que cuando cumpla sesenta tacos, que ya es una edad, sin prejubilaciones, sin eres y sin chanchullos de ningún tipo, me podré retirar con 38 años trabajados, sin bajas y sin escaqueos, y vivir con una paga decente para no tener que recurrir a la caridad pública ni a las hermanas de los pobres. Si llegara el caso y tuviera que acudir, para tener un plato de sopa caliente, a la madre Sacramento o a la Monja de las llagas, pienso que antes me pegaría un tiro ante la Delegación del Gobierno o de Muface o de la Seguridad Social que me cogiera más a mano.

Hablo con muchos compañeros y amigos —también con funcionarios— y algunos afirman, imprudentemente para mí, que la crisis no va con ellos, que eso es cosa de otros, de los que andan en precario, de los que tienen un contrato basura, de los becarios en prácticas… Yo sí creo que la crisis va con nosotros. Con todos nosotros.

Son las ocho y media de la tarde y hace una rasca que corta la cara. Ya sé que este es un clima mediterráneo, que no estamos en Soria ni en León, pero la humedad del mar y la ventolera cala hasta el último rincón del último hueso.

Salgo del despacho —no olviden que soy un currante— y me dispongo a darme un merecido homenaje: dos camisas de rebajas a ochenta euros el par, que hay que ir hecho un pincel y si anda uno con los cuellos rozados y los puños míseros, queda uno de puta pena ante los miembros de la sociedad de buen ver. Dos camisas y un aperitivo potente, con esas cazuelitas de barro tan modernas, que ahora se ha vuelto a poner el barro de moda como antes lo estaba el duralex.

Salgo del centro comercial satisfecho. He trabajado desde las siete y media de la mañana como un probo funcionario público. No he robado ni he prevaricado, he hecho más horas de las que me corresponden, me deben días de vacaciones, he cumplido con el ritual de las rebajas, me he metido entre pecho y espalda dos cazuelitas de barro y su correspondiente ración de colesterol con dos cañas. He rajado del Gobierno —del anterior y de éste— por no sacarnos de la crisis sin que lo notemos, con alguna medida mágica como las que utiliza Tamarit buscándolas en el fondo de su chistera, y he arreglado el país en un momento con dos colegas que se dedicaban a mi misma tarea.

Salgo del centro comercial —el de las camisas y las cazuelitas— y veo a un chico joven pidiendo limosna. Lo conozco. Ha estado preso en mi cárcel y lleva solo unos pocos días en la calle.

Le pregunto por lo evidente. ¿Qué tal estás? Pues ya me ve —no me amenaza ni me insulta ni se me lanza al cuello—. No sufro ninguna agresión en la calle como me han contado algunos que les ha pasado a ellos. Este chico habla con educación, de usted y de don. Estoy pidiendo limosna, me repite. Cuando saco un par de euros, me tomo un café con leche si es por la tarde, o un bocadillo si es por la mañana. Voy al centro municipal de aquí al lado porque ahí me dan una medicación que tengo recetada. Cuando me dan sesenta euros en los servicios sociales —no sé de qué sesenta euros habla porque nunca he acudido a esos servicios—, entonces…, compro un par de piedras de heroína y tres trankimazines, y me coloco. Así paso el tirón mucho más fácil. Cuando se me va el colocón empiezo otra vez, vuelvo a pedir limosna y así… ya sabe usted. Hasta que el cuerpo aguante. Yo creo –sigue el chico con su lúcida reflexión— que estaba mejor en la cárcel porque allí tenía la comida a mis horas, tenía la cama y ni siquiera tenía que hacer cola para el médico o la medicación. Voy a tener que hacer algo para volver, que aquí fuera, la cosa está muy mal. Peor que mal.

Le doy una camisa y cinco euros y prometo no volver a quejarme. Ni echar en cara a nadie que yo he sacado una oposición y tengo no sé cuantos derechos y muy pocas obligaciones. Ni decir que la crisis es cosa de otros y que la arreglen los que la han provocado que yo no he sido. Ni arreglar el país sujetando la barra de un bar con las cazuelitas bien provistas de colesterol. Ni decir que empujen otros cuando alguien me diga que es preciso que todos tiremos del carro para salir de esta.

Cuando un chaval como éste —que tiene nombre y apellidos pero no voy a decirlos— me atraque, porque ese día no le han dado sus sesenta euros para colocarse y aguantar el tirón, prometo no decir que él es el único culpable.